I
Amanecía en el
bosque de quejigos una clara mañana de estío, los pétalos áureos de las
celidonias brillaban al sol anunciando el esplendor del día, una diminuta gota
de rocío resbaló por sus hojas acorazonadas y cayó sobre Silfa despertándolo de
su profundo sueño. Hasta él llegó, a través del bosque, un rumor de pasos y por
debajo de una colibia de pie aterciopelado apareció Adalia. Silfa sonrió y su
mirada se detuvo sobre los puntos negros que destacaban en el fondo carmín del
cuerpo de su amigo.
- Buen tiempo,
Silfa.
- Buen tiempo,
Adalia. ¿Qué te trae por aquí?
- Las reinas han
ordenado que se reúna el Consejo y también los seis exploradores.
Silfa miró a su
amigo con repentino interés.
- Debe tratarse de
algo muy importante para que se reúna el Consejo. ¿Has avisado a Cervus y a los
demás?
- Sí, ya están en
camino y mejor será que nosotros también nos demos prisa - dijo Adalia
empujando suavemente a su amigo mientras empezaba a caminar entre las
siemprevivas.
Siguiendo un blando
sendero de musgo llegaron al palacio de la reina amarilla. Atravesaron
corredores tejidos con la blanca y suave seda de la mariposa del ailanto, hasta
desembocar en la gran sala donde se reunía el Consejo presidido por las dos
reinas.
La reina blanca
estaba rodeada por sus guardias negras, mientras que las guerreras aladas de la
reina amarilla volaban en círculo por encima de su cabeza. Entre éstas últimas
se encontraba Apis quien al ver a Silfa y
Adalia inició un gesto de saludo que reprimió en el acto. También estaban allí
el resto de los exploradores: Cervus haciendo chasquear rítmicamente sus astas,
Anax batiendo sus cuatro alas velozmente y Lampyris restregando con suavidad
sus largas antenas.
Todos los ojos
estaban fijos en Rhingia que se encontraba delante de las dos reinas mirando a
su alrededor con impaciencia. La reina blanca, con un leve gesto de sus
antenas, indicó a los exploradores que se acercaran. Su voz sonó algo
temblorosa cuando habló:
- Rhingia asegura
haber ido más allá de las aguas muertas y haber visto… - la reina dudó un
momento antes de proseguir - a los dioses.
El murmullo que se
elevó por toda la sala fue acallado por la voz profunda del consejero Gryllus.
- Si has visto a
los dioses, dinos cómo son.
- No puedo
describirlos. Son tan enormes que parecen no tener fin, viven en colmenas
gigantescas y son tantos que no se pueden contar - dijo Rhingia al tiempo que
se alisaba las alas transparentes.
Los murmullos
volvieron a elevarse en la sala y sólo se desvanecieron cuando la reina
amarilla, levantándose sobre las puntas de sus patas dijo, dirigiéndose a los
seis exploradores:
- Debéis atravesar
las aguas muertas y suplicar a los dioses que os transmitan un poco de su
sabiduría para que, a vuestro regreso, enseñéis los que habéis aprendido a
todos los habitantes del bosque de quejigos.
II
Al despuntar la
aurora, los seis exploradores emprendieron la marcha hacia las aguas muertas.
Caminaban despacio entre las anémonas que crecían tan apiñadas que apenas les
permitían abrirse paso. Al caer la noche, Lampyris comenzó a brillar con una
luz dorada que hacía posible ver el camino en la oscuridad. De esta forma
avanzaron, bajo el tenue plata de la luna, hasta llegar a las aguas dormidas
donde decidieron separarse.
- Cervus, Anax y
Apis, vosotros adelantaos volando para reconocer el terreno. Los demás
seguiremos a pie - propuso Silfa.
- Nosotros también
podemos volar - replicaron al unísono Lampyris y Adalia.
Silfa rió
suavemente.
- Ya lo sé, pero no
podéis volar con tanta rapidez y por otra parte… no quisiera quedarme solo.
Lampyris sonrió
complacido, al tiempo que Adalia asentía con la cabeza y se estiraba todo lo
largo que era.
Anax, Apis y Cervus
haciendo un gesto de despedida emprendieron el vuelo hacia el sur, mientras sus
amigos se dirigían a la orilla de las aguas dormidas. Subidos en una de las
hojas con forma de flecha de la sagitaria, vieron pasar a Ditisco rompiendo las
aguas con su cuerpo color verde oliva. Le saludaron y él les devolvió el saludo
antes de volver a hundirse.
Al otro lado de las
aguas, distinguieron la pradera roja y al llegar a ella, caminaron bajo las
abundantísimas flores de pétalos color escarlata y negro que cubrían toda la
extensión y tapaban, con sus exuberantes corolas, la mullida hierba y los
escasos trifolios blancos que crecían junto a ellas.
Mientras se abrían
paso entre la vegetación, Silfa se estremeció y sintió que alguien les seguía.
Con un movimiento tan lento que apenas se podía percibir, volvió la cabeza y
ante sus ojos apareció una figura esbelta, con largas y espinosas patas delanteras
curvadas hacia dentro y de un hermoso tono verde que la camuflaba perfectamente
entre la hierba y las hojas que crecían a su alrededor.
Al verse
descubierta avanzó silenciosamente hacia ellos y Silfa lanzó un grito de
advertencia que hizo que sus amigos se percataran del peligro.
- ¡La muerte
silenciosa! Estamos perdidos - gritó aterrorizado Adalia.
Ésta se aproximaba
cautelosamente adelantando sus patas espinosas impidiendo cualquier intento de
fuga. De pronto, los tres amigos oyeron un zumbido que les era muy familiar.
Apis se acercaba volando a toda velocidad y Silfa, adivinando sus intenciones, gritó:
- ¡No lo hagas,
Apis! Vuelve con Cervus y Anax y prosigue nuestra misión.
Pero Apis, sin
mirarle siquiera, se lanzó impetuosamente contra la siniestra figura y le clavó
el aguijón. Las dos cayeron casi al mismo tiempo, pero Apis aún tuvo fuerzas
para dirigir una triste sonrisa a sus amigos.
- Ya no veré a los
dioses - musitó agotando su último aliento.
Lampyris, Adalia y
Silfa se levantaron lentamente con los ojos nublados por el dolor.
- Ella sabía que al
clavar su aguijón moriría y sin embargo nos ha salvado - dijo Lampyris bajando
la cabeza.
- Siempre supimos
que, llegado el momento, no dudaría - respondió Silfa mirando a sus dos amigos
con gran pesar.
Emprendieron la
marcha sin volver ni una sola vez la vista atrás hasta que quedó muy lejos la
vistosa pradera donde yacía su querida amiga.
Caminaban
fatigosamente sobre la tierra húmeda de un umbroso bosque, cada uno encerrado
en sus propios pensamientos, cuando vieron salir a su encuentro a Anax y a
Cervus. Silfa sintió un nudo en el estómago al pensar en la triste noticia que
debía comunicar a sus dos compañeros. El rostro de ambos se fue ensombreciendo
a medida que Silfa les contaba el encuentro con la muerte silenciosa y el
heroico sacrificio de Apis.
Al abandonar el
claro del bosque, todos tenían el rostro apesadumbrado. Silfa, Adalia y
Lampyris, sobre las espaldas de Anax, miraban las prímulas, las stellarias y
las flámulas que se cimbreaban con la brisa. A Cervus no se le veía por ningún
lado pues se había adelantado para explorar el terreno.
Al volar por entre
las calystegias que colgaban de las ramas de un viejo tejo, Anax chocó con un
encaje de hilos flexibles y pegajosos que se adhirieron en el acto a todas las
partes de su cuerpo. Nunca había quedado atrapado en nada parecido pero sabía
lo que significaba y un escalofrío recorrió su cuerpo. Giró la cabeza con
esfuerzo, para mirar a sus amigos. Todos estaban enredados en los finos hilos,
retorciéndose para escapar y quedando a cada momento más atados en la pegajosa
red.
Por un extremo del
laberinto de hilos plateados, Anax vio una forma negra y peluda que se dirigía
hacia él. La miró con sus ojos compuestos y lanzó un grito de terror. En un
instante las imponentes mandíbulas se cerrarían sobre su cabeza…
De pronto,
sintieron un violento tirón en la red y recortándose contra el azul del cielo
descubrieron la poderosa figura de Cervus que, al momento, se lanzó contra la
red y aplastó entre sus potentes mandíbulas la temible forma negra que había
estado a punto de devorarlos. Luego rasgó la red sin el menor esfuerzo y liberó
a sus amigos y a alguien más en quien no se habían fijado hasta ese momento. Se
trataba de Ilia que extendió sus hermosas alas de color púrpura y violeta y
dijo:
- Me habéis salvado
cuando ya me creía perdida. ¿Qué puedo hacer por vosotros?
Adalia se adelantó
tímidamente.
- Todo el mundo
sabe que el polvo de tus alas trae buena suerte. ¿Podrías darme un poco para
que ésta nos acompañe el resto del viaje?
Ilia sonrió
dulcemente y haciendo vibrar bruscamente sus alas dejó caer un poco de polvo
sobre Adalia, luego se alejó deslizándose por encima de las prímulas con ayuda
de la suave brisa.
Cervus, Anax,
Adalia, Lampyris y Silfa continuaron volando sobre bosques de quercus,
juníperos y larix, sobre campos cubiertos por un manto amarillo de lotus, sobre
aguas moteadas de albas ninfas y sobre rocallas cuajadas de pequeñas
cymbalarias. Hasta que, por fin, llegaron a la tierra de las jaras, a las que
llaman traidoras porque atrapan, con sus hojas pegajosas, a todo aquel que se
acerca atraído por sus hermosas flores blancas.
Las jaras crecían
tupidas y enmarañadas como si quisieran impedir la entrada a la tierra
desconocida. Sin embargo, los cinco exploradores atravesaron la muralla de
ramaje volando por encima. Sabían que al otro lado se encontraban las aguas
muertas.
III
Salía el sol por
detrás de los nevados picos, cuando los cinco amigos cruzaron las aguas
muertas, inmóviles y de un sucio color gris. Por todas partes se extendía seca
y agostada la tierra. La hierba rala y amarillenta crujía al ser azotada por el
viento, el suelo agrietado parecía un encaje y los pocos árboles que se veían
tenían el tronco y las hojas de color negruzco.
Así volaron durante
mucho tiempo, hasta llegar a un extraño lugar donde no había ni campo, ni
tierra, ni hierba; todo era de color gris ceniza. Y fue allí donde vieron por
primera vez a los dioses. Eran enormes, como había dicho Rhingia, y había
centenares de ellos. Los cinco amigos se quedaron mirándolos ensimismados sin
saber cómo dirigirse a ellos. De pronto, Anax quiso aproximarse y tocarlos con
sus finas patas. El grito de Silfa llegó demasiado tarde, Anax sufrió el
castigo a su atrevimiento: murió aplastado por la ira del dios.
- Anax no volverá
ya al bosque de quejigos - murmuró Adalia con los ojos llenos de lágrimas.
- Ha debido
ofenderle. No se puede tocar a los dioses - respondió con inmensa tristeza
Cervus.
Detrás de ellos se
oyó una carcajada, Silfa se volvió rápidamente y vio un par de antenas a las
que seguía un alargado cuerpo de un bonito tono castaño.
- Dioses… - dijo
mientras continuaba riéndose - esos no son los dioses.
- ¿Quién eres tú? -
preguntó intrigado Silfa.
- Me llamo Blatella
- respondió haciendo una mueca burlona.
- ¿Y cómo sabes que
no son los dioses? - preguntó Lampyris moviendo con nerviosismo sus antenas.
- ¿Que cómo lo sé?
Los conozco muy bien, amigos míos, vivo con ellos y me alimento de sus
desperdicios.
- ¿Y ellos te lo
permiten?
- ¿Permitirlo?
Claro que no. A mí y a mis hermanas nos persiguen sin descanso, inventan mil
venenos para eliminarnos, pero no pueden acabar con nosotras, somos demasiado
inteligentes - repuso riendo Blatella.
Pero si no son los
dioses. ¿Quiénes son? - preguntó Silfa alterado.
- ¿Que quiénes son?
Os lo voy a decir. Son criaturas muy diferentes a nosotros: matan, no para
comer, sino por placer; ensucian y estropean el lugar donde viven, en vez de
cuidarlo; desprecian a los demás seres por considerarlos inferiores y eliminan
a todos aquellos que no les son se utilidad. Si los creíais dioses por su
tamaño, acordaos de los quejigos de vuestro bosque, que son mucho más grandes y
seguid mi consejo: volved a vuestra tierra donde las aguas son puras y
transparentes, la hierba verde y las flores perfumadas.
Los cuatro
exploradores se miraron y asintieron. Debían volver al bosque.
Volaban alejándose
de la tierra gris cuando Adalia vio un silene de color blanco y no pudo
resistir la tentación de volar hacia él. De pronto, una nube de polvo le
envolvió impidiéndole respirar y cuando sus amigos llegaron hasta él, lo
encontraron tirado sobre la tierra, de su pata extendida fue cayendo un
polvillo de color púrpura y violeta.
- No les gusta que
andemos en sus flores - dijo una vocecita aguda - Me llamo Musca. ¿Sois
forasteros?
Los tres amigos se
alzaron fatigosamente.
- Sí, somos
forasteros y queremos irnos de aquí cuando antes - respondió Silfa con gesto
cansado.
- ¿Iros? ¿Por qué?
Aquí podéis vivir muy bien. Probaréis alimentos maravillosos, sólo hay que
acostumbrarse.
Lampyris, Silfa y
Cervus continuaron su camino sin hacer caso de los gritos de Musca. Casi
oscurecía cuando llegaron a un terreno reseco y decidieron descansar. Al poco
rato de estar allí, vieron sobre ellos a algunos de los seres a quienes habían
tomado por dioses. Los tres amigos intentaron huir, pero los seres estaban por
todas partes, haciendo temblar la tierra con sus enormes pies.
- ¡Huid cuando yo
os lo indique! - gritó Lampyris.
Sus amigos le
miraron confusos y vieron que encendía su brillante luz al tiempo que gritaba:
- ¡Ahora!
La atención de
todos los gigantescos seres se dirigió hacia Lampyris que no tuvo posibilidad
de huir.
Silfa y Cervus
contemplaron desolados cómo se lo llevaban entre risas y gritos agudos. Cervus
no pudo contenerse y los persiguió, atacándolos con sus fuertes mandíbulas,
hasta que de un manotazo lo arrojaron al suelo medio atontado. Más tarde,
cuando se reunió con Silfa, siguieron alejándose sin atreverse a convertir en
palabras sus pensamientos sobre la suerte de Lampyris.
Caminaban entre
desperdicios y basuras y Silfa no pudo dejar de observar.
- ¿No hay nadie
entre ellos que haga el trabajo que hago yo en nuestra tierra? Al alimentarme
con animales muertos y desperdicios, mantengo limpio el bosque y evito el
riesgo de enfermedades. ¿Es que les gusta vivir entre basura?
- No es eso
exactamente - respondió una aflautada voz que procedía de un delgado y pequeño
cuerpo de alas finas y transparentes - como decía, no es que les guste vivir
con la basura, pero son demasiado perezosos para ocuparse de ella. ¡Oh! Perdón,
creo que no me he presentado, me llamo Anófeles y vosotros sois…
- Silfa y Cervus -
contestaron los exploradores mirando su larga trompa.
- No sois de aquí,
¿verdad? ¿De dónde venís?
- De muy lejos. De
un frondoso bosque de quejigos a donde intentamos regresar - respondió
melancólicamente Cervus.
- En ese caso, os
deseo buen viaje - les gritó Anófeles mientras se alejaba volando.
Silfa y Cervus
contemplaron la basura que se extendía por todas partes y continuaron su
fatigosa marcha. Durante el camino vieron aguas negras y hediondas, tierras estériles
y nubes de humo negro que se alzaban por encima de sus cabezas impidiéndoles
ver el azul del cielo.
Al cabo de mucho
rato de caminar, Silfa cayó al suelo agotado y Cervus decidió adelantarse
volando, para tratar de localizar las aguas muertas, mientras su amigo
descansaba.
Al regresar no
encontró a Silfa y estuvo buscándolo hasta que oyó su voz sofocada detrás de
una roca. Voló por encima de ésta y vio a su amigo sumergido hasta el cuello en
una sustancia de color parduzco y olor pestilente. Volando sobre Silfa, tiró de
él con todas sus fuerzas, pero no logró sacarlo de la espesa sustancia. A cada
momento se hundía más y más, sin que los desesperados esfuerzos de Cervus
pudieran evitarlo. Por fin, Silfa dejó caer la pata de la que intentaba tirar
Cervus y habló a su amigo con serenidad.
- Querido Cervus,
tú has sido para mí y para el resto de los exploradores, el mejor de los amigos
y sé que nunca nos olvidarás. Ya no puedes hacer nada por mí, pero te ruego que
vuelvas a nuestra tierra, a nuestro hermoso bosque y cuentes a todos lo que
hemos visto, para que nadie más sufra lo que nosotros hemos sufrido.
Unos instantes
después, Cervus vio desaparecer, para siempre, a su amigo bajo el pardo lodo.
IV
El último
explorador voló, sin descanso, por encima de las aguas muertas, las engañosas
jaras, la roja pradera, las aguas dormidas y los frondosos quejigos hasta el
palacio de seda de la reina amarilla.
Cuando estuvo en
presencia de las dos reinas, una de ellas le preguntó:
- ¿Has visto a los
dioses, Cervus?
- Los que he visto,
reina blanca, no son los dioses.
Las dos reinas se
miraron tristemente y con un gesto indicaron a Cervus que continuara hablando.
Éste, con la voz temblorosa de emoción, relató a las dos reinas todo lo que les
había sucedido desde que abandonaron el bosque. Contó con inmenso dolor las muertes
de todos sus amigos y el encargo que le diera Silfa. Cuando terminó, la reina
amarilla le miró fijamente y dijo con voz solemne:
- Nunca más atravesaremos las aguas muertas. Desde
este momento no se volverá a hablar
de los seres a quienes tomamos por dioses. Los nombres de Silfa, Apis, Adalia,
Anax y Lampyris serán escritos sobre cada quejigo del bosque, en memoria de los
cinco valientes exploradores que murieron para demostrarnos que, más allá de
las aguas muertas, no habitan los dioses, sino unos seres que sólo sienten
repugnancia y desprecio por nosotros. Y si alguno de esos seres se atreve a
venir al bosque de quejigos, mis guerreras aladas les clavarán sus aguijones,
las guardias negras les atacarán son saña e incluso la muerte silenciosa les
herirá con sus garras punzantes. Todos y cada uno de los habitantes del bosque
contribuirán para que se vayan de nuestra tierra y nunca más vuelvan.
GLOSARIO
Adalia (Adalia bipunctata):
mariquita roja de dos puntos.
Anax (Anax Imperator):
libélula emperador. Mide 105 mm y posee un abdomen azul brillante y un tórax de
color verde.
Anémona (Anemone nemorosa):
planta de flor blanca o teñida de rosa.
Anófeles (Anopheles sp.): mosquito.
Apis (Apis mellifera): abeja.
Realmente, las abejas no mueren cuando pican a un insecto ya que no pierden el
aguijón, sólo lo pierden si pican a un vertebrado.
Blatella (Blatella germanica):
cucaracha rubia o alemana.
Calystegia (Calystegia sepium):
correhuela. Planta trepadora de color blanco con hojas aflechadas.
Celidonia (Ranunculus ficaria):
planta de flores amarillas y hojas acorazonadas. Crece en setos, bosques y
bordes de corrientes.
Cervus (Lacanus cervus): ciervo
volante. El macho mide 50-70 mm. Posee uns mandíbulas alargadas de 20-40 mm
llamadas “astas”. El macho utiliza sus astas para luchar por las hembras, igual
que los machos de los ciervos.
Colibia de pie
aterciopelado (Flammulina velutipes): es un hongo
carnoso que crece sobre ramas y troncos. Tiene el sombrero de color amarillo
brillante y el pie marrón muy oscuro y visiblemente aterciopelado.
Cymbalaria (Cymbalaria muralis):
hierba del campanario. Es una planta pequeña y rastrera que crece en rocas y
muros. La flor es de color lila con una mancha amarilla.
Distisco (Dytiscus marginalis):
insecto de 30 mm que vive en estanques y arroyos.
Flámula (Ranunculus flammula):
planta de flor color amarillo pálido.
Gryllus (Gryllus campestris):
grillo campestre o común.
Ilia (Apatura ilia): mariposa
de alas negras con reflejos purpúreos y violados que habita en zonas boscosas.
Jara (Cistus ladanifer): es
un arbusto perenne y muy ramoso que puede alcanzar los 3 m de altura. Posee
flores de color blanco y las hojas son brillantes y pegajosas por el haz.
Junípero (Juniperus communis):
enebro. Alcanza una altura de 6 m.
Lampyris (Lampyris noctiluca):
luciérnaga.
Larix (Larix decidua): alerce.
Es una conífera caduca que crece hasta los 40 metros.
Lotus (Lotus corniculatus):
cuernecillo. Planta de flores amarillas y a menudo matizadas o rayadas de rojo.
Mariposa de seda del
ailanto (Samia
cynthia): mariposa nocturna que se alimenta esencialmente de las hojas del ailanto (Ailanthus altissima), árbol de rápido crecimiento que puede
alcanzar una altura de 25 m.
Muerte silenciosa (Mantis religiosa):
mantis. Mide 40-80 mm y son unas feroces depredadoras que capturan a otros
insectos con sus patas delanteras largas y espinosas.
Musca (Musca domestica): mosca
doméstica.
Ninfa (Nymphaea alba): nenúfar
blanco. Planta acuática de flor banca y hojas flotantes más o menos circulares.
Prímula (Primula vulgaris):
primavera. Planta de flor amarillo pálido con el cuello de un amarillo más
oscuro.
Quejigo (Quercus faginea): árbol
de grueso tronco y hojas marcestentes, persisten durante el invierno y caen en
primavera.
Quercus (Quercus suber):
alcornoque. Es un árbol perenne que crece hasta 20 m.
Reina amarilla: abeja reina.
Reina blanca: Hormiga reina.
Rhingia (Rhingia campestris): es
una mosca de campo.
Sagitaria (Sagittaria sagittifolia):
planta acuática de flor blanca y hojas en forma de flecha.
Siemprevivas (Sempervivum arachnoideum):
planta de flor color rosa rojizo y con forma de estrella. La hoja es de color
azul grisáceo.
Silene (Silene alba): colleja
blanca. Planta de flor blanca y hojas pecioladas.
Silfa (Silpha ramosa): insecto
de 10 mm de tamaño, de cuerpo negro azulado. Es necrófago, es decir, se
alimenta de animales muertos y en descomposición.
Stellaria (Stellaria media):
alsine. Planta de flor blanca y hojas ovaladas.
Tejo (Taxus baccata): árbol
de la familia de las taxáceas que puede alcanzar 25 m. de altura.
Trifolio (Trifolium repens):
trébol blanco.
Fina. WUUAAUUU Minu esta fantastico, gracias por compartir, besos, chao
ResponderEliminarGracias, Fina, me alegro de que te haya gustado. Besoss.
Eliminar