viernes, 8 de marzo de 2013

LOS EXPLORADORES DEL BOSQUE DE QUEJIGOS




I

 

          Amanecía en el bosque de quejigos una clara mañana de estío, los pétalos áureos de las celidonias brillaban al sol anunciando el esplendor del día, una diminuta gota de rocío resbaló por sus hojas acorazonadas y cayó sobre Silfa despertándolo de su profundo sueño. Hasta él llegó, a través del bosque, un rumor de pasos y por debajo de una colibia de pie aterciopelado apareció Adalia. Silfa sonrió y su mirada se detuvo sobre los puntos negros que destacaban en el fondo carmín del cuerpo de su amigo.

          - Buen tiempo, Silfa.

          - Buen tiempo, Adalia. ¿Qué te trae por aquí?

          - Las reinas han ordenado que se reúna el Consejo y también los seis exploradores.

          Silfa miró a su amigo con repentino interés.

          - Debe tratarse de algo muy importante para que se reúna el Consejo. ¿Has avisado a Cervus y a los demás?

          - Sí, ya están en camino y mejor será que nosotros también nos demos prisa - dijo Adalia empujando suavemente a su amigo mientras empezaba a caminar entre las siemprevivas.

          Siguiendo un blando sendero de musgo llegaron al palacio de la reina amarilla. Atravesaron corredores tejidos con la blanca y suave seda de la mariposa del ailanto, hasta desembocar en la gran sala donde se reunía el Consejo presidido por las dos reinas.

          La reina blanca estaba rodeada por sus guardias negras, mientras que las guerreras aladas de la reina amarilla volaban en círculo por encima de su cabeza. Entre éstas últimas se encontraba Apis  quien al ver a Silfa y Adalia inició un gesto de saludo que reprimió en el acto. También estaban allí el resto de los exploradores: Cervus haciendo chasquear rítmicamente sus astas, Anax batiendo sus cuatro alas velozmente y Lampyris restregando con suavidad sus largas antenas.

          Todos los ojos estaban fijos en Rhingia que se encontraba delante de las dos reinas mirando a su alrededor con impaciencia. La reina blanca, con un leve gesto de sus antenas, indicó a los exploradores que se acercaran. Su voz sonó algo temblorosa cuando habló:

          - Rhingia asegura haber ido más allá de las aguas muertas y haber visto… - la reina dudó un momento antes de proseguir - a los dioses.

          El murmullo que se elevó por toda la sala fue acallado por la voz profunda del consejero Gryllus.

          - Si has visto a los dioses, dinos cómo son.

          - No puedo describirlos. Son tan enormes que parecen no tener fin, viven en colmenas gigantescas y son tantos que no se pueden contar - dijo Rhingia al tiempo que se alisaba las alas transparentes.

          Los murmullos volvieron a elevarse en la sala y sólo se desvanecieron cuando la reina amarilla, levantándose sobre las puntas de sus patas dijo, dirigiéndose a los seis exploradores:

          - Debéis atravesar las aguas muertas y suplicar a los dioses que os transmitan un poco de su sabiduría para que, a vuestro regreso, enseñéis los que habéis aprendido a todos los habitantes del bosque de quejigos.

 

II

 


          Al despuntar la aurora, los seis exploradores emprendieron la marcha hacia las aguas muertas. Caminaban despacio entre las anémonas que crecían tan apiñadas que apenas les permitían abrirse paso. Al caer la noche, Lampyris comenzó a brillar con una luz dorada que hacía posible ver el camino en la oscuridad. De esta forma avanzaron, bajo el tenue plata de la luna, hasta llegar a las aguas dormidas donde decidieron separarse.

          - Cervus, Anax y Apis, vosotros adelantaos volando para reconocer el terreno. Los demás seguiremos a pie - propuso Silfa.

          - Nosotros también podemos volar - replicaron al unísono Lampyris y Adalia.

          Silfa rió suavemente.

          - Ya lo sé, pero no podéis volar con tanta rapidez y por otra parte… no quisiera quedarme solo.

          Lampyris sonrió complacido, al tiempo que Adalia asentía con la cabeza y se estiraba todo lo largo que era.

          Anax, Apis y Cervus haciendo un gesto de despedida emprendieron el vuelo hacia el sur, mientras sus amigos se dirigían a la orilla de las aguas dormidas. Subidos en una de las hojas con forma de flecha de la sagitaria, vieron pasar a Ditisco rompiendo las aguas con su cuerpo color verde oliva. Le saludaron y él les devolvió el saludo antes de volver a hundirse.

          Al otro lado de las aguas, distinguieron la pradera roja y al llegar a ella, caminaron bajo las abundantísimas flores de pétalos color escarlata y negro que cubrían toda la extensión y tapaban, con sus exuberantes corolas, la mullida hierba y los escasos trifolios blancos que crecían junto a ellas.

          Mientras se abrían paso entre la vegetación, Silfa se estremeció y sintió que alguien les seguía. Con un movimiento tan lento que apenas se podía percibir, volvió la cabeza y ante sus ojos apareció una figura esbelta, con largas y espinosas patas delanteras curvadas hacia dentro y de un hermoso tono verde que la camuflaba perfectamente entre la hierba y las hojas que crecían a su alrededor.

          Al verse descubierta avanzó silenciosamente hacia ellos y Silfa lanzó un grito de advertencia que hizo que sus amigos se percataran del peligro.

          - ¡La muerte silenciosa! Estamos perdidos - gritó aterrorizado Adalia.

          Ésta se aproximaba cautelosamente adelantando sus patas espinosas impidiendo cualquier intento de fuga. De pronto, los tres amigos oyeron un zumbido que les era muy familiar. Apis se acercaba volando a toda velocidad y Silfa, adivinando sus intenciones, gritó:

          - ¡No lo hagas, Apis! Vuelve con Cervus y Anax y prosigue nuestra misión.

          Pero Apis, sin mirarle siquiera, se lanzó impetuosamente contra la siniestra figura y le clavó el aguijón. Las dos cayeron casi al mismo tiempo, pero Apis aún tuvo fuerzas para dirigir una triste sonrisa a sus amigos.

          - Ya no veré a los dioses - musitó agotando su último aliento.

          Lampyris, Adalia y Silfa se levantaron lentamente con los ojos nublados por el dolor.

          - Ella sabía que al clavar su aguijón moriría y sin embargo nos ha salvado - dijo Lampyris bajando la cabeza.

          - Siempre supimos que, llegado el momento, no dudaría - respondió Silfa mirando a sus dos amigos con gran pesar.

          Emprendieron la marcha sin volver ni una sola vez la vista atrás hasta que quedó muy lejos la vistosa pradera donde yacía su querida amiga.

          Caminaban fatigosamente sobre la tierra húmeda de un umbroso bosque, cada uno encerrado en sus propios pensamientos, cuando vieron salir a su encuentro a Anax y a Cervus. Silfa sintió un nudo en el estómago al pensar en la triste noticia que debía comunicar a sus dos compañeros. El rostro de ambos se fue ensombreciendo a medida que Silfa les contaba el encuentro con la muerte silenciosa y el heroico sacrificio de Apis.

          Al abandonar el claro del bosque, todos tenían el rostro apesadumbrado. Silfa, Adalia y Lampyris, sobre las espaldas de Anax, miraban las prímulas, las stellarias y las flámulas que se cimbreaban con la brisa. A Cervus no se le veía por ningún lado pues se había adelantado para explorar el terreno.    

          Al volar por entre las calystegias que colgaban de las ramas de un viejo tejo, Anax chocó con un encaje de hilos flexibles y pegajosos que se adhirieron en el acto a todas las partes de su cuerpo. Nunca había quedado atrapado en nada parecido pero sabía lo que significaba y un escalofrío recorrió su cuerpo. Giró la cabeza con esfuerzo, para mirar a sus amigos. Todos estaban enredados en los finos hilos, retorciéndose para escapar y quedando a cada momento más atados en la pegajosa red.

          Por un extremo del laberinto de hilos plateados, Anax vio una forma negra y peluda que se dirigía hacia él. La miró con sus ojos compuestos y lanzó un grito de terror. En un instante las imponentes mandíbulas se cerrarían sobre su cabeza…

          De pronto, sintieron un violento tirón en la red y recortándose contra el azul del cielo descubrieron la poderosa figura de Cervus que, al momento, se lanzó contra la red y aplastó entre sus potentes mandíbulas la temible forma negra que había estado a punto de devorarlos. Luego rasgó la red sin el menor esfuerzo y liberó a sus amigos y a alguien más en quien no se habían fijado hasta ese momento. Se trataba de Ilia que extendió sus hermosas alas de color púrpura y violeta y dijo:

          - Me habéis salvado cuando ya me creía perdida. ¿Qué puedo hacer por vosotros?

          Adalia se adelantó tímidamente.

          - Todo el mundo sabe que el polvo de tus alas trae buena suerte. ¿Podrías darme un poco para que ésta nos acompañe el resto del viaje?

          Ilia sonrió dulcemente y haciendo vibrar bruscamente sus alas dejó caer un poco de polvo sobre Adalia, luego se alejó deslizándose por encima de las prímulas con ayuda de la suave brisa.

          Cervus, Anax, Adalia, Lampyris y Silfa continuaron volando sobre bosques de quercus, juníperos y larix, sobre campos cubiertos por un manto amarillo de lotus, sobre aguas moteadas de albas ninfas y sobre rocallas cuajadas de pequeñas cymbalarias. Hasta que, por fin, llegaron a la tierra de las jaras, a las que llaman traidoras porque atrapan, con sus hojas pegajosas, a todo aquel que se acerca atraído por sus hermosas flores blancas.

          Las jaras crecían tupidas y enmarañadas como si quisieran impedir la entrada a la tierra desconocida. Sin embargo, los cinco exploradores atravesaron la muralla de ramaje volando por encima. Sabían que al otro lado se encontraban las aguas muertas.


 

III


 

          Salía el sol por detrás de los nevados picos, cuando los cinco amigos cruzaron las aguas muertas, inmóviles y de un sucio color gris. Por todas partes se extendía seca y agostada la tierra. La hierba rala y amarillenta crujía al ser azotada por el viento, el suelo agrietado parecía un encaje y los pocos árboles que se veían tenían el tronco y las hojas de color negruzco.

          Así volaron durante mucho tiempo, hasta llegar a un extraño lugar donde no había ni campo, ni tierra, ni hierba; todo era de color gris ceniza. Y fue allí donde vieron por primera vez a los dioses. Eran enormes, como había dicho Rhingia, y había centenares de ellos. Los cinco amigos se quedaron mirándolos ensimismados sin saber cómo dirigirse a ellos. De pronto, Anax quiso aproximarse y tocarlos con sus finas patas. El grito de Silfa llegó demasiado tarde, Anax sufrió el castigo a su atrevimiento: murió aplastado por la ira del dios.

          - Anax no volverá ya al bosque de quejigos - murmuró Adalia con los ojos llenos de lágrimas.

          - Ha debido ofenderle. No se puede tocar a los dioses - respondió con inmensa tristeza Cervus.

          Detrás de ellos se oyó una carcajada, Silfa se volvió rápidamente y vio un par de antenas a las que seguía un alargado cuerpo de un bonito tono castaño.

          - Dioses… - dijo mientras continuaba riéndose - esos no son los dioses.

          - ¿Quién eres tú? - preguntó intrigado Silfa.

          - Me llamo Blatella - respondió haciendo una mueca burlona.

          - ¿Y cómo sabes que no son los dioses? - preguntó Lampyris moviendo con nerviosismo sus antenas.

          - ¿Que cómo lo sé? Los conozco muy bien, amigos míos, vivo con ellos y me alimento de sus desperdicios.

          - ¿Y ellos te lo permiten?

          - ¿Permitirlo? Claro que no. A mí y a mis hermanas nos persiguen sin descanso, inventan mil venenos para eliminarnos, pero no pueden acabar con nosotras, somos demasiado inteligentes - repuso riendo Blatella.

          Pero si no son los dioses. ¿Quiénes son? - preguntó Silfa alterado.

          - ¿Que quiénes son? Os lo voy a decir. Son criaturas muy diferentes a nosotros: matan, no para comer, sino por placer; ensucian y estropean el lugar donde viven, en vez de cuidarlo; desprecian a los demás seres por considerarlos inferiores y eliminan a todos aquellos que no les son se utilidad. Si los creíais dioses por su tamaño, acordaos de los quejigos de vuestro bosque, que son mucho más grandes y seguid mi consejo: volved a vuestra tierra donde las aguas son puras y transparentes, la hierba verde y las flores perfumadas.

          Los cuatro exploradores se miraron y asintieron. Debían volver al bosque.

          Volaban alejándose de la tierra gris cuando Adalia vio un silene de color blanco y no pudo resistir la tentación de volar hacia él. De pronto, una nube de polvo le envolvió impidiéndole respirar y cuando sus amigos llegaron hasta él, lo encontraron tirado sobre la tierra, de su pata extendida fue cayendo un polvillo de color púrpura y violeta.

          - No les gusta que andemos en sus flores - dijo una vocecita aguda - Me llamo Musca. ¿Sois forasteros?

          Los tres amigos se alzaron fatigosamente.

          - Sí, somos forasteros y queremos irnos de aquí cuando antes - respondió Silfa con gesto cansado.

          - ¿Iros? ¿Por qué? Aquí podéis vivir muy bien. Probaréis alimentos maravillosos, sólo hay que acostumbrarse.

          Lampyris, Silfa y Cervus continuaron su camino sin hacer caso de los gritos de Musca. Casi oscurecía cuando llegaron a un terreno reseco y decidieron descansar. Al poco rato de estar allí, vieron sobre ellos a algunos de los seres a quienes habían tomado por dioses. Los tres amigos intentaron huir, pero los seres estaban por todas partes, haciendo temblar la tierra con sus enormes pies.

          - ¡Huid cuando yo os lo indique! - gritó Lampyris.

          Sus amigos le miraron confusos y vieron que encendía su brillante luz al tiempo que gritaba:

          - ¡Ahora!

          La atención de todos los gigantescos seres se dirigió hacia Lampyris que no tuvo posibilidad de huir.

          Silfa y Cervus contemplaron desolados cómo se lo llevaban entre risas y gritos agudos. Cervus no pudo contenerse y los persiguió, atacándolos con sus fuertes mandíbulas, hasta que de un manotazo lo arrojaron al suelo medio atontado. Más tarde, cuando se reunió con Silfa, siguieron alejándose sin atreverse a convertir en palabras sus pensamientos sobre la suerte de Lampyris.

          Caminaban entre desperdicios y basuras y Silfa no pudo dejar de observar.

          - ¿No hay nadie entre ellos que haga el trabajo que hago yo en nuestra tierra? Al alimentarme con animales muertos y desperdicios, mantengo limpio el bosque y evito el riesgo de enfermedades. ¿Es que les gusta vivir entre basura?

          - No es eso exactamente - respondió una aflautada voz que procedía de un delgado y pequeño cuerpo de alas finas y transparentes - como decía, no es que les guste vivir con la basura, pero son demasiado perezosos para ocuparse de ella. ¡Oh! Perdón, creo que no me he presentado, me llamo Anófeles y vosotros sois…

          - Silfa y Cervus - contestaron los exploradores mirando su larga trompa.

          - No sois de aquí, ¿verdad? ¿De dónde venís?

          - De muy lejos. De un frondoso bosque de quejigos a donde intentamos regresar - respondió melancólicamente Cervus.

          - En ese caso, os deseo buen viaje - les gritó Anófeles mientras se alejaba volando.

          Silfa y Cervus contemplaron la basura que se extendía por todas partes y continuaron su fatigosa marcha. Durante el camino vieron aguas negras y hediondas, tierras estériles y nubes de humo negro que se alzaban por encima de sus cabezas impidiéndoles ver el azul del cielo.

          Al cabo de mucho rato de caminar, Silfa cayó al suelo agotado y Cervus decidió adelantarse volando, para tratar de localizar las aguas muertas, mientras su amigo descansaba.

          Al regresar no encontró a Silfa y estuvo buscándolo hasta que oyó su voz sofocada detrás de una roca. Voló por encima de ésta y vio a su amigo sumergido hasta el cuello en una sustancia de color parduzco y olor pestilente. Volando sobre Silfa, tiró de él con todas sus fuerzas, pero no logró sacarlo de la espesa sustancia. A cada momento se hundía más y más, sin que los desesperados esfuerzos de Cervus pudieran evitarlo. Por fin, Silfa dejó caer la pata de la que intentaba tirar Cervus y habló a su amigo con serenidad.

          - Querido Cervus, tú has sido para mí y para el resto de los exploradores, el mejor de los amigos y sé que nunca nos olvidarás. Ya no puedes hacer nada por mí, pero te ruego que vuelvas a nuestra tierra, a nuestro hermoso bosque y cuentes a todos lo que hemos visto, para que nadie más sufra lo que nosotros hemos sufrido.

          Unos instantes después, Cervus vio desaparecer, para siempre, a su amigo bajo el pardo lodo.

 

IV

 

 

          El último explorador voló, sin descanso, por encima de las aguas muertas, las engañosas jaras, la roja pradera, las aguas dormidas y los frondosos quejigos hasta el palacio de seda de la reina amarilla.

          Cuando estuvo en presencia de las dos reinas, una de ellas le preguntó:

          - ¿Has visto a los dioses, Cervus?

          - Los que he visto, reina blanca, no son los dioses.

          Las dos reinas se miraron tristemente y con un gesto indicaron a Cervus que continuara hablando. Éste, con la voz temblorosa de emoción, relató a las dos reinas todo lo que les había sucedido desde que abandonaron el bosque. Contó con inmenso dolor las muertes de todos sus amigos y el encargo que le diera Silfa. Cuando terminó, la reina amarilla le miró fijamente y dijo con voz solemne:

- Nunca más atravesaremos las aguas muertas. Desde este momento no      se volverá a hablar de los seres a quienes tomamos por dioses. Los nombres de Silfa, Apis, Adalia, Anax y Lampyris serán escritos sobre cada quejigo del bosque, en memoria de los cinco valientes exploradores que murieron para demostrarnos que, más allá de las aguas muertas, no habitan los dioses, sino unos seres que sólo sienten repugnancia y desprecio por nosotros. Y si alguno de esos seres se atreve a venir al bosque de quejigos, mis guerreras aladas les clavarán sus aguijones, las guardias negras les atacarán son saña e incluso la muerte silenciosa les herirá con sus garras punzantes. Todos y cada uno de los habitantes del bosque contribuirán para que se vayan de nuestra tierra y nunca más vuelvan.


GLOSARIO

 

Adalia (Adalia bipunctata): mariquita roja de dos puntos.

Anax (Anax Imperator): libélula emperador. Mide 105 mm y posee un abdomen azul brillante y un tórax de color verde.

Anémona (Anemone nemorosa): planta de flor blanca o teñida de rosa.

Anófeles (Anopheles sp.): mosquito.

Apis (Apis mellifera): abeja. Realmente, las abejas no mueren cuando pican a un insecto ya que no pierden el aguijón, sólo lo pierden si pican a un vertebrado.

Blatella (Blatella germanica): cucaracha rubia o alemana.

Calystegia (Calystegia sepium): correhuela. Planta trepadora de color blanco con hojas aflechadas.

Celidonia (Ranunculus ficaria): planta de flores amarillas y hojas acorazonadas. Crece en setos, bosques y bordes de corrientes.

Cervus (Lacanus cervus): ciervo volante. El macho mide 50-70 mm. Posee uns mandíbulas alargadas de 20-40 mm llamadas “astas”. El macho utiliza sus astas para luchar por las hembras, igual que los machos de los ciervos.

Colibia de pie aterciopelado (Flammulina velutipes): es un hongo carnoso que crece sobre ramas y troncos. Tiene el sombrero de color amarillo brillante y el pie marrón muy oscuro y visiblemente aterciopelado.

Cymbalaria (Cymbalaria muralis): hierba del campanario. Es una planta pequeña y rastrera que crece en rocas y muros. La flor es de color lila con una mancha amarilla.

Distisco (Dytiscus marginalis): insecto de 30 mm que vive en estanques y arroyos.

Flámula (Ranunculus flammula): planta de flor color amarillo pálido.

Gryllus (Gryllus campestris): grillo campestre o común.

Ilia (Apatura ilia): mariposa de alas negras con reflejos purpúreos y violados que habita en zonas boscosas.

Jara (Cistus ladanifer): es un arbusto perenne y muy ramoso que puede alcanzar los 3 m de altura. Posee flores de color blanco y las hojas son brillantes y pegajosas por el haz.

Junípero (Juniperus communis): enebro. Alcanza una altura de 6 m.

Lampyris (Lampyris noctiluca): luciérnaga.

Larix (Larix decidua): alerce. Es una conífera caduca que crece hasta los 40 metros.

Lotus (Lotus corniculatus): cuernecillo. Planta de flores amarillas y a menudo matizadas o rayadas de rojo.

Mariposa de seda del ailanto (Samia cynthia): mariposa nocturna que se alimenta esencialmente de las hojas del ailanto (Ailanthus altissima), árbol de rápido crecimiento que puede alcanzar una altura de 25 m.

Muerte silenciosa (Mantis religiosa): mantis. Mide 40-80 mm y son unas feroces depredadoras que capturan a otros insectos con sus patas delanteras largas y espinosas.

Musca (Musca domestica): mosca doméstica.

Ninfa (Nymphaea alba): nenúfar blanco. Planta acuática de flor banca y hojas flotantes más o menos circulares.

Prímula (Primula vulgaris): primavera. Planta de flor amarillo pálido con el cuello de un amarillo más oscuro.

Quejigo (Quercus faginea): árbol de grueso tronco y hojas marcestentes, persisten durante el invierno y caen en primavera.

Quercus (Quercus suber): alcornoque. Es un árbol perenne que crece hasta 20 m.

Reina amarilla: abeja reina.

Reina blanca: Hormiga reina.

Rhingia (Rhingia campestris): es una mosca de campo.

Sagitaria (Sagittaria sagittifolia): planta acuática de flor blanca y hojas en forma de flecha.

Siemprevivas (Sempervivum arachnoideum): planta de flor color rosa rojizo y con forma de estrella. La hoja es de color azul grisáceo.

Silene (Silene alba): colleja blanca. Planta de flor blanca y hojas pecioladas.

Silfa (Silpha ramosa): insecto de 10 mm de tamaño, de cuerpo negro azulado. Es necrófago, es decir, se alimenta de animales muertos y en descomposición.

Stellaria (Stellaria media): alsine. Planta de flor blanca y hojas ovaladas.

Tejo (Taxus baccata): árbol de la familia de las taxáceas que puede alcanzar 25 m. de altura.

Trifolio (Trifolium repens): trébol blanco.

2 comentarios:

  1. Fina. WUUAAUUU Minu esta fantastico, gracias por compartir, besos, chao

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    1. Gracias, Fina, me alegro de que te haya gustado. Besoss.

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