jueves, 10 de enero de 2013

LA ÚLTIMA TUMBA DEL CEMENTERIO




           Elena subió la cuesta del cementerio una vez más. Llevaba flores a una tía abuela a la que había querido mucho. Pero eso era, en parte, una excusa para subir hasta allí pues realmente le gustaba pasar largas horas sentada sobre alguna lápida, arropada por el silencio y la paz que envolvía el lugar. Le parecía que sólo allí, lejos de los demás, podía reflexionar sobre cosas en las que, de otra forma, nunca podría pensar.

          Ese día ascendió hasta lo más alto del cementerio para contemplar el mar que se extendía a sus pies. El sol producía reflejos brillantes en las aguas y el resplandor era tan cegador que tuvo que volver la cabeza. Entonces vio una pequeña tumba en la que nunca antes se había fijado. Estaba apartada de las demás, junto al muro del cementerio y medio oculta por las hiedras que crecían por doquier. Los líquenes amarillos y grises cubrían casi por completo la lápida de piedra y la estatua del ángel arrodillado junto a ella.

          Elena se acercó y apartando las enredaderas leyó la inscripción. “D. M. 1883-1893”. Pensativa, deslizó los dedos por los números labrados en la piedra. Resultaba extraño que no hubieran grabado el nombre completo del niño. Además, creía haber visto otro ángel igual al que velaba la tumba, en otro lugar del cementerio.

          Se puso de pie lentamente y entonces recordó dónde había visto el otro ángel. Bajó hasta la zona más llana, casi junto a la puerta de entrada y se inclinó para mirar la inscripción. “Ricardo Monteverde. 24 de Septiembre de 1892 - 14 de Junio de 1893”. La inicial del apellido coincidía con la de la tumba apartada y en este caso se trataba de un niño aún más pequeño.

Elena comenzó a sentir curiosidad y a partir de ese día, cada vez que acudía al cementerio se acercaba a la tumba desconocida y depositaba en ella una cala blanca. Ese lugar se había convertido en su favorito y solía sentarse allí a observar el mar mientras la brisa agitaba sus cabellos.

          La curiosidad, no obstante, no la abandonó y un día fue a pedirle al párroco que la permitiera echar un vistazo a los antiguos archivos que conservaba en la sacristía. Después de buscar durante tres o cuatro horas, entre papeles amarillentos, encontró el certificado de defunción de Ricardo Monteverde. Como causa de la muerte sólo habían escrito “asfixia”. Quizá se atragantó con algún objeto o se enredó con la ropa de la cama. Elena le dio vueltas en la cabeza a estas ideas mientras buscaba al misterioso “D. M.”, pero, por más que lo intentó, no encontró su certificado de defunción.

          Esa noche, después de cenar, se acomodó en su mesa para estudiar como solía hacer todas las noches, pero, esta vez, le fue imposible concentrarse porque no dejaba de oír el llanto de un niño pequeño, al que nadie acudía a consolar.  

          Al día siguiente, preguntó entre las vecinas por el niño, pero nadie había escuchado nada y tampoco sabían quién podía tener un bebé en la casa. Noche tras noche, continuó oyendo al bebé pero no pudo averiguar de dónde procedía su llanto.

          Una semana más tarde, regresó al cementerio y se acercó a la última tumba, y,  en el momento en que dejó la cala sobre la lápida, sintió la caricia de una mano helada en la suya. Elena se levantó y estuvo a punto de alejarse de allí, pero algo la detuvo. Le pareció que los zarcillos, que habían quedado incrustados en la piedra, al arrancar la enredadera, formaban una palabra. Se acercó un poco más y leyó: “ayúdame”. Un escalofrío le recorrió la espalda hasta la nuca y apartó la mirada un instante. Cuando volvió a mirar, los zarcillos sólo dibujaban formas indefinidas y Elena pensó, con alivio, que su imaginación le había jugado una mala pasada.  Sin embargo, decidió no volver durante unos días, diciéndose a sí misma que tenía mucho que estudiar.

          Nada más llegar a casa, cogió los libros y un cuaderno y se puso a tomar notas hasta que oyó borbotear el agua del café que estaba preparando y se levantó para servirse una taza. Cuando volvió y miró su cuaderno, sufrió una fuerte impresión pues en todas las hojas sólo aparecía escrito el nombre de “Diego Monteverde”. ¿Por qué había escrito eso? ¿Acaso se estaba volviendo loca? Súbitamente recordó que el apellido Monteverde era el mismo que el del pequeño que murió asfixiado y se sintió perpleja.

          Por la tarde, volvió a la parroquia para hablar con el viejo sacerdote. Quería pedirle que la ayudara a encontrar algún documento que hiciera referencia a Diego Monteverde, pero cuando mencionó este nombre, el sacerdote comenzó a contarle una historia que le había oído relatar muchas veces a su padre.

          León Monteverde  era un prestigioso abogado que se había instalado en una antigua casona apartada, con su esposa y dos hijos pequeños, Diego y Ricardo. Por desgracia, al poco tiempo, una tragedia asoló a la familia. En algo menos de un año murieron los dos hijos; el más pequeño, Ricardo, se ahogó con las mantas de su  cuna, mientras que la muerte del mayor supuso un escándalo ya que se rumoreó que se había suicidado. Sin embargo, el padre consiguió acallar las sospechas y el niño fue enterrado en tierra sagrada aunque en el lugar más apartado del cementerio, lejos de las demás tumbas.

          El párroco le explicó también que la casa donde vivió la familia Monteverde quedó abandonada y nadie quiso habitarla pues se extendió el rumor de que sucedían cosas extrañas en su interior. Se oía el llanto de un bebé y la voz de un niño más mayor que pedía perdón.

          A Elena, de nuevo, la asaltó la angustia, pues recordó al pequeño que oía llorar cada noche. De todas formas, antes de marcharse, le pidió al cura que le indicara el camino para llegar a la casa de los Monteverde. Estaba asustada pero había comprendido que no recuperaría la tranquilidad hasta que averiguara qué había sucedido en ese lugar.

          Tardó varios días en hacer acopio de valor para acercarse a la casa deshabitada. Entrar en el jardín no supuso ningún problema ya que una parte del muro se había derrumbado. Caminó por el estrecho sendero de grava hasta la casa de piedra, que se alzaba sobre una elevación del terreno y que, a pesar del tiempo que llevaba abandonada, continuaba en buenas condiciones.

          La puerta estaba cerrada pero, al dar la vuelta a la casa, descubrió una ventana entreabierta  y entró. El interior no estaba completamente a oscuras, pues la luz penetraba por las contraventanas medio rotas. Subió por la amplia escalera de caoba y entró en la primera habitación que encontró. Los muebles estaban tal y como los habían dejado los últimos habitantes. Incluso las camas tenían las sábanas y las colchas, aunque éstas ya estaban raídas.

La última habitación en la que entró era la del matrimonio y en una de las mesillas vio una fotografía en un marco de bronce. Limpió el polvo del cristal y observó los rostros que parecían mirarla desde el papel. El hombre era alto y corpulento y su expresión irradiaba arrogancia, mientras que su esposa tenía un aspecto frágil y en sus ojos se adivinaba una enorme tristeza.

Junto a la fotografía vio un libro de cuero con las tapas desgastadas y con una pequeña cerradura dorada. Cuando iba a intentar abrir el libro, oyó un ruido metálico y al mirar en esa dirección descubrió una llave diminuta, se agachó a recogerla y al introducirla en la cerradura del libro, éste se abrió de inmediato. El libro, tal y como había imaginado Elena, era un diario aunque casi todas las páginas estaban en blanco. Se acercó a la ventana buscando algo más de luz y comenzó a leer.

Al terminar la lectura se sentía llena de congoja por la horrible historia que le había desvelado el diario de Mariana Lago, la madre de Diego y Ricardo Monteverde.

          Cuando los Monteverde se instalaron en esa casa, el hijo menor, Ricardo, aún no había cumplido los cuatro meses pero León Monteverde dispuso que durmiera con su hermano mayor a pesar del desacuerdo de Mariana.

          El niño lloraba por las noches, pero su madre no podía oírle desde su habitación y no acudía a consolarlo. Y así, noche tras noche, Diego permanecía despierto intentando acallar a su hermano. Después de varios meses en los que apenas había conseguido dormir, una noche, Diego no pudo soportarlo más y trató de amortiguar los lloros de su hermano colocándole una almohada encima de la cara. Al día siguiente, descubrió que Ricardo estaba muerto y lleno de angustia corrió a contarle a su madre lo que había sucedido.

          Mariana transida de dolor no fue capaz de ocultarle a su marido los hechos y éste, en un loco arrebato de furia, cogió la varilla de atizar el fuego y golpeó las manos de su hijo mayor durante mucho tiempo, sordo a las súplicas de su esposa y a los gritos de dolor y a los ruegos de perdón de Diego.

          León no dejó de pegarle hasta que el niño perdió el conocimiento y cayó sobre la alfombra con las manos cubiertas de sangre. Durante varios días, el médico luchó contra la fiebre y la infección que se apoderó de Diego, pero cuando apareció la gangrena, no tuvo más remedio que cortarle ambas manos.

          Cuando salió, por fin, del delirio que lo atormentaba, y su madre le explicó lo que el médico había tenido que hacer para salvarle la vida, el niño pareció aceptarlo como un justo castigo a su crimen, pero se empeñó en saber qué habían hecho con sus manos. Mariana no pudo responder pues fue su marido quien quiso ocuparse de ellas y cuando le preguntó se negó a contestar.

          A partir de entonces, Diego se obsesionó con sus manos y no dejaba de buscarlas por todas partes. Miraba en el sótano y en el jardín y cada vez Mariana, le veía más angustiado hasta que una tarde que no acudió a merendar a la hora habitual,  llena de inquietud, salió a buscarlo y lo encontró en la caseta del jardín, ahorcado con un alambre.

          El diario terminaba en este punto pero a Elena le resultó fácil imaginar que poco después abandonarían esa casa que tan malos recuerdos les traería.

          Cerró el diario y lo dejó donde lo había encontrado, al lado de la foto del matrimonio Monteverde. Luego, salió de la casa y recorrió con lentitud el jardín. El suelo estaba cubierto de hojarasca y las ortigas habían invadido los otrora cuidados setos. Se acercó a una roca que sobresalía entre un mar de zarzas y, sin saber por qué, intentó levantarla pero era demasiado pesada para ella sola. Sin embargo, no cejó en su empeño y volvió a probar y esta vez sintió que alguien la ayudaba a moverla y, de esta forma, pudo apartarla para mirar lo que había debajo.

          Sólo tuvo que cavar un poco para descubrir una caja de madera lacada. La limpió de tierra lo mejor que pudo y al abrirla descubrió dos pequeña manos de las que hacía mucho tiempo había desaparecido todo rastro de carne.

          Poco después, con la caja perfectamente limpia, fue a visitar al párroco, le contó todo lo que había pasado y le pidió su ayuda para completar la misión que se había impuesto.

          El viejo sacerdote ordenó que abrieran la sepultura de Diego Monteverde y, mientras Elena colocaba la caja de madera junto a los restos del pequeño, elevó una oración por el eterno descanso de su alma.

          Dos días más tarde, Elena volvió a visitar la tumba apartada y descubrió que, junto a ella, crecía una cala salvaje cuyas exuberantes flores blancas miraban hacia el cielo.

2 comentarios:

  1. Fina. Minu esta muy buena, aunque muy trite, gracias por tu trabajo, besos, chao

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