Elena subió la cuesta del cementerio una vez más. Llevaba flores a
una tía abuela a la que había querido mucho. Pero eso era, en parte, una excusa
para subir hasta allí pues realmente le gustaba pasar largas horas sentada
sobre alguna lápida, arropada por el silencio y la paz que envolvía el lugar.
Le parecía que sólo allí, lejos de los demás, podía reflexionar sobre cosas en
las que, de otra forma, nunca podría pensar.
Ese día ascendió
hasta lo más alto del cementerio para contemplar el mar que se extendía a sus
pies. El sol producía reflejos brillantes en las aguas y el resplandor era tan
cegador que tuvo que volver la cabeza. Entonces vio una pequeña tumba en la que
nunca antes se había fijado. Estaba apartada de las demás, junto al muro del
cementerio y medio oculta por las hiedras que crecían por doquier. Los líquenes
amarillos y grises cubrían casi por completo la lápida de piedra y la estatua
del ángel arrodillado junto a ella.
Elena se acercó y
apartando las enredaderas leyó la inscripción. “D. M. 1883-1893”. Pensativa,
deslizó los dedos por los números labrados en la piedra. Resultaba extraño que
no hubieran grabado el nombre completo del niño. Además, creía haber visto otro
ángel igual al que velaba la tumba, en otro lugar del cementerio.
Se puso de pie
lentamente y entonces recordó dónde había visto el otro ángel. Bajó hasta la
zona más llana, casi junto a la puerta de entrada y se inclinó para mirar la
inscripción. “Ricardo Monteverde. 24 de Septiembre de 1892 - 14 de Junio de
1893”. La inicial del apellido coincidía con la de la tumba apartada y en este
caso se trataba de un niño aún más pequeño.
Elena comenzó a sentir curiosidad y a partir de ese
día, cada vez que acudía al cementerio se acercaba a la tumba desconocida y
depositaba en ella una cala blanca. Ese lugar se había convertido en su
favorito y solía sentarse allí a observar el mar mientras la brisa agitaba sus
cabellos.
La curiosidad, no
obstante, no la abandonó y un día fue a pedirle al párroco que la permitiera
echar un vistazo a los antiguos archivos que conservaba en la sacristía.
Después de buscar durante tres o cuatro horas, entre papeles amarillentos,
encontró el certificado de defunción de Ricardo Monteverde. Como causa de la
muerte sólo habían escrito “asfixia”. Quizá se atragantó con algún objeto o se
enredó con la ropa de la cama. Elena le dio vueltas en la cabeza a estas ideas
mientras buscaba al misterioso “D. M.”, pero, por más que lo intentó, no
encontró su certificado de defunción.
Esa noche, después
de cenar, se acomodó en su mesa para estudiar como solía hacer todas las
noches, pero, esta vez, le fue imposible concentrarse porque no dejaba de oír
el llanto de un niño pequeño, al que nadie acudía a consolar.
Al día siguiente,
preguntó entre las vecinas por el niño, pero nadie había escuchado nada y
tampoco sabían quién podía tener un bebé en la casa. Noche tras noche, continuó
oyendo al bebé pero no pudo averiguar de dónde procedía su llanto.
Una semana más
tarde, regresó al cementerio y se acercó a la última tumba, y, en el momento en que dejó la cala sobre la
lápida, sintió la caricia de una mano helada en la suya. Elena se levantó y
estuvo a punto de alejarse de allí, pero algo la detuvo. Le pareció que los
zarcillos, que habían quedado incrustados en la piedra, al arrancar la
enredadera, formaban una palabra. Se acercó un poco más y leyó: “ayúdame”. Un
escalofrío le recorrió la espalda hasta la nuca y apartó la mirada un instante.
Cuando volvió a mirar, los zarcillos sólo dibujaban formas indefinidas y Elena
pensó, con alivio, que su imaginación le había jugado una mala pasada. Sin embargo, decidió no volver durante unos
días, diciéndose a sí misma que tenía mucho que estudiar.
Nada más llegar a
casa, cogió los libros y un cuaderno y se puso a tomar notas hasta que oyó
borbotear el agua del café que estaba preparando y se levantó para servirse una
taza. Cuando volvió y miró su cuaderno, sufrió una fuerte impresión pues en
todas las hojas sólo aparecía escrito el nombre de “Diego Monteverde”. ¿Por qué
había escrito eso? ¿Acaso se estaba volviendo loca? Súbitamente recordó que el
apellido Monteverde era el mismo que el del pequeño que murió asfixiado y se
sintió perpleja.
Por la tarde,
volvió a la parroquia para hablar con el viejo sacerdote. Quería pedirle que la
ayudara a encontrar algún documento que hiciera referencia a Diego Monteverde,
pero cuando mencionó este nombre, el sacerdote comenzó a contarle una historia
que le había oído relatar muchas veces a su padre.
León
Monteverde era un prestigioso abogado
que se había instalado en una antigua casona apartada, con su esposa y dos
hijos pequeños, Diego y Ricardo. Por desgracia, al poco tiempo, una tragedia
asoló a la familia. En algo menos de un año murieron los dos hijos; el más
pequeño, Ricardo, se ahogó con las mantas de su
cuna, mientras que la muerte del mayor supuso un escándalo ya que se
rumoreó que se había suicidado. Sin embargo, el padre consiguió acallar las
sospechas y el niño fue enterrado en tierra sagrada aunque en el lugar más
apartado del cementerio, lejos de las demás tumbas.
El párroco le
explicó también que la casa donde vivió la familia Monteverde quedó abandonada
y nadie quiso habitarla pues se extendió el rumor de que sucedían cosas
extrañas en su interior. Se oía el llanto de un bebé y la voz de un niño más
mayor que pedía perdón.
A Elena, de nuevo,
la asaltó la angustia, pues recordó al pequeño que oía llorar cada noche. De
todas formas, antes de marcharse, le pidió al cura que le indicara el camino
para llegar a la casa de los Monteverde. Estaba asustada pero había comprendido
que no recuperaría la tranquilidad hasta que averiguara qué había sucedido en
ese lugar.
Tardó varios días
en hacer acopio de valor para acercarse a la casa deshabitada. Entrar en el
jardín no supuso ningún problema ya que una parte del muro se había derrumbado.
Caminó por el estrecho sendero de grava hasta la casa de piedra, que se alzaba
sobre una elevación del terreno y que, a pesar del tiempo que llevaba abandonada,
continuaba en buenas condiciones.
La puerta estaba
cerrada pero, al dar la vuelta a la casa, descubrió una ventana
entreabierta y entró. El interior no
estaba completamente a oscuras, pues la luz penetraba por las contraventanas
medio rotas. Subió por la amplia escalera de caoba y entró en la primera
habitación que encontró. Los muebles estaban tal y como los habían dejado los
últimos habitantes. Incluso las camas tenían las sábanas y las colchas, aunque
éstas ya estaban raídas.
La última habitación en la que entró era la del
matrimonio y en una de las mesillas vio una fotografía en un marco de bronce.
Limpió el polvo del cristal y observó los rostros que parecían mirarla desde el
papel. El hombre era alto y corpulento y su expresión irradiaba arrogancia,
mientras que su esposa tenía un aspecto frágil y en sus ojos se adivinaba una
enorme tristeza.
Junto a la fotografía vio un libro de cuero con las
tapas desgastadas y con una pequeña cerradura dorada. Cuando iba a intentar
abrir el libro, oyó un ruido metálico y al mirar en esa dirección descubrió una
llave diminuta, se agachó a recogerla y al introducirla en la cerradura del
libro, éste se abrió de inmediato. El libro, tal y como había imaginado Elena,
era un diario aunque casi todas las páginas estaban en blanco. Se acercó a la
ventana buscando algo más de luz y comenzó a leer.
Al terminar la lectura se sentía llena de congoja por
la horrible historia que le había desvelado el diario de Mariana Lago, la madre
de Diego y Ricardo Monteverde.
Cuando los
Monteverde se instalaron en esa casa, el hijo menor, Ricardo, aún no había
cumplido los cuatro meses pero León Monteverde dispuso que durmiera con su
hermano mayor a pesar del desacuerdo de Mariana.
El niño lloraba por
las noches, pero su madre no podía oírle desde su habitación y no acudía a
consolarlo. Y así, noche tras noche, Diego permanecía despierto intentando
acallar a su hermano. Después de varios meses en los que apenas había
conseguido dormir, una noche, Diego no pudo soportarlo más y trató de amortiguar
los lloros de su hermano colocándole una almohada encima de la cara. Al día
siguiente, descubrió que Ricardo estaba muerto y lleno de angustia corrió a
contarle a su madre lo que había sucedido.
Mariana transida de
dolor no fue capaz de ocultarle a su marido los hechos y éste, en un loco
arrebato de furia, cogió la varilla de atizar el fuego y golpeó las manos de su
hijo mayor durante mucho tiempo, sordo a las súplicas de su esposa y a los
gritos de dolor y a los ruegos de perdón de Diego.
León no dejó de
pegarle hasta que el niño perdió el conocimiento y cayó sobre la alfombra con
las manos cubiertas de sangre. Durante varios días, el médico luchó contra la
fiebre y la infección que se apoderó de Diego, pero cuando apareció la
gangrena, no tuvo más remedio que cortarle ambas manos.
Cuando salió, por
fin, del delirio que lo atormentaba, y su madre le explicó lo que el médico
había tenido que hacer para salvarle la vida, el niño pareció aceptarlo como un
justo castigo a su crimen, pero se empeñó en saber qué habían hecho con sus
manos. Mariana no pudo responder pues fue su marido quien quiso ocuparse de
ellas y cuando le preguntó se negó a contestar.
A partir de
entonces, Diego se obsesionó con sus manos y no dejaba de buscarlas por todas
partes. Miraba en el sótano y en el jardín y cada vez Mariana, le veía más
angustiado hasta que una tarde que no acudió a merendar a la hora
habitual, llena de inquietud, salió a
buscarlo y lo encontró en la caseta del jardín, ahorcado con un alambre.
El diario terminaba
en este punto pero a Elena le resultó fácil imaginar que poco después
abandonarían esa casa que tan malos recuerdos les traería.
Cerró el diario y
lo dejó donde lo había encontrado, al lado de la foto del matrimonio
Monteverde. Luego, salió de la casa y recorrió con lentitud el jardín. El suelo
estaba cubierto de hojarasca y las ortigas habían invadido los otrora cuidados
setos. Se acercó a una roca que sobresalía entre un mar de zarzas y, sin saber
por qué, intentó levantarla pero era demasiado pesada para ella sola. Sin
embargo, no cejó en su empeño y volvió a probar y esta vez sintió que alguien
la ayudaba a moverla y, de esta forma, pudo apartarla para mirar lo que había
debajo.
Sólo tuvo que cavar
un poco para descubrir una caja de madera lacada. La limpió de tierra lo mejor
que pudo y al abrirla descubrió dos pequeña manos de las que hacía mucho tiempo
había desaparecido todo rastro de carne.
Poco después, con
la caja perfectamente limpia, fue a visitar al párroco, le contó todo lo que
había pasado y le pidió su ayuda para completar la misión que se había
impuesto.
El viejo sacerdote
ordenó que abrieran la sepultura de Diego Monteverde y, mientras Elena colocaba
la caja de madera junto a los restos del pequeño, elevó una oración por el
eterno descanso de su alma.
Dos días más tarde,
Elena volvió a visitar la tumba apartada y descubrió que, junto a ella, crecía
una cala salvaje cuyas exuberantes flores blancas miraban hacia el cielo.
Fina. Minu esta muy buena, aunque muy trite, gracias por tu trabajo, besos, chao
ResponderEliminarGracias a ti por leer y comentar. Besoss.
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