Nací en la tundra rodeado de otros abetos como yo. Altos y fuertes
desafiábamos la ventisca, el hielo y la nieve. Sólo el ulular del viento y el
aullido de los lobos al anochecer rompía la quietud que envolvía nuestro bosque
helado.
Las estaciones se
sucedían y nosotros crecíamos y crecíamos intentando alcanzar al sol y nuestras
ramas eran cada vez más frondosas y más verdes.
Año tras año, la
vida parecía deslizarse al mismo ritmo y yo creía que todo permanecería
inmutable para siempre, pero un día, llegó al bosque un grupo de hombres. El
invierno acababa de empezar y yo sólo había vivido diez años cuando los
extraños aparecieron para perturbar nuestra paz. De entre todos mis hermanos, me escogieron a
mí y pensé que mi destino sería convertirme en una cómoda o un arcón. Sin
embargo, esos hombres no tenían hachas sino picos y palas.
En seguida
comenzaron a cavar alrededor de mi tronco, con cuidado de no dañar mis raíces,
y cuando me arrancaron de la tierra, las introdujeron en un saco mojado.
Después me transportaron hasta un carro del que tiraban dos robustos caballos
de patas peludas y emprendimos el camino de regreso a su aldea. Y allí supe lo
que querían de mí.
Durante muchos años
había estado prohibida la Navidad, pero ahora, por fin, los aldeanos eran
libres para celebrarla. Sin embargo, después de tanto tiempo habían olvidado
cómo hacerlo. Solamente tenían una tarjeta que había recibido uno de ellos de
un primo que vivía en una lejana ciudad y en la que aparecía un árbol lleno de
adornos. Por eso, los aldeanos decidieron tener su propio árbol y adornarlo
todavía mejor que el de la tarjeta.
Y de esta forma
acabé plantado en medio de la aldea, asistiendo en silencio, a sus
preparativos.
Los vecinos
recaudaron todo el dinero que pudieron y luego lo dividieron en tres partes.
Una de ellas se entregó a un grupo para que viajara hasta el pueblo más grande
de los alrededores y le encargara al soplador de vidrio todas las bolas de
cristal que pudieran pagar con su parte.
Otros aldeanos se
dirigieron al colmenero para comprarle velas de la más fina cera de abeja con
las que iluminar mis ramas y el último grupo encargó al cestero largas tiras de
juncos trenzados y teñidos de rojo.
Gastaron casi todos
sus ahorros pero consiguieron engalanarme de la forma más espectacular. Rodeado
de cintas rojas y con bolas de cristal que refulgían a la luz de las numerosas
velas que pendían de mis ramas.
Al principio, todos
me admiraron y se sintieron orgullosos de su trabajo, pero poco después comenzaron
a preguntarse si la Navidad sólo consistía en adornar un abeto. Porque si sólo
era esto por qué había estado prohibida durante tanto tiempo. Además, ni
siquiera tenían un baile o una canción especial para festejar esas fechas y se
sintieron muy tristes.
Pero, un día,
apareció en el pueblo un forastero. Nadie le conocía, ni vendía nada, lo cual
resultaba muy extraño, pues ¿por qué iba alguien a querer ir a una aldea tan
remota como aquella? Mas, los aldeanos, pronto dejaron de desconfiar porque sus
ojos estaban llenos de bondad y tocaba la flauta como jamás antes la habían oído
tocar.
Su nombre era
Sariel y parecía muy joven. Sin embargo, sabía muchas cosas que los aldeanos
ignoraban. Por ejemplo, sabía canciones navideñas que los vecinos del pueblo en
seguida aprendieron a corear. Y también conocía historias muy hermosas sobre la
Navidad. Escuchándole comprendieron su verdadero significado y sintieron una
inmensa alegría por el nacimiento de Jesús. Olvidaron las viejas rencillas, las
envidias y el resentimiento y se contagiaron los unos a los otros el espíritu
navideño.
Sin embargo, más
tarde, se sintieron avergonzados por haber empleado tanto trabajo y dinero en
mí, en vez de haber ayudado a los más necesitados y, llenos de cólera, tomaron sus hachas
dispuestos a destruirme. Pero, Sariel los detuvo y les pidió que admiraran, una
vez más, mi belleza y que recordasen cómo habían trabajado todos unidos y la
satisfacción que sintieron al terminar de adornarme. Y por último, les explicó
que sentir esa alegría también formaba parte de la Navidad.
Y así, los aldeanos
volvieron a reunirse en torno a mí para contemplar el brillo de las luces
reflejándose en las bolas de cristal y para cantar todos juntos, unidos por los
corazones, los villancicos que les había enseñado Sariel.
Y yo también me
sentí feliz porque era un abeto especial, un árbol que simbolizaba la alegría
de la Navidad. Y año tras año, los aldeanos se reunirían a mi alrededor para
cantar y felicitarse por la buena nueva.
Sariel permaneció
en la aldea varios días, pero una madrugada, cuando el primer rayo del sol
comenzaba a aparecer por encima de las montañas, se acercó a mí, dulcemente
acarició mis ramas y sonrió haciendo tintinear una de las bolas de cristal.
Luego desplegó dos alas tan blancas como la luna que acababa de ponerse y se
alzó hacia el cielo. Poco a poco fue empequeñeciéndose hasta desaparecer en el
resplandor dorado del amanecer.
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