domingo, 30 de diciembre de 2012

EL ÁRBOL DE NAVIDAD




            Nací en la tundra rodeado de otros abetos como yo. Altos y fuertes desafiábamos la ventisca, el hielo y la nieve. Sólo el ulular del viento y el aullido de los lobos al anochecer rompía la quietud que envolvía nuestro bosque helado.

          Las estaciones se sucedían y nosotros crecíamos y crecíamos intentando alcanzar al sol y nuestras ramas eran cada vez más frondosas y más verdes.

          Año tras año, la vida parecía deslizarse al mismo ritmo y yo creía que todo permanecería inmutable para siempre, pero un día, llegó al bosque un grupo de hombres. El invierno acababa de empezar y yo sólo había vivido diez años cuando los extraños aparecieron para perturbar nuestra paz.  De entre todos mis hermanos, me escogieron a mí y pensé que mi destino sería convertirme en una cómoda o un arcón. Sin embargo, esos hombres no tenían hachas sino picos y palas.

          En seguida comenzaron a cavar alrededor de mi tronco, con cuidado de no dañar mis raíces, y cuando me arrancaron de la tierra, las introdujeron en un saco mojado. Después me transportaron hasta un carro del que tiraban dos robustos caballos de patas peludas y emprendimos el camino de regreso a su aldea. Y allí supe lo que querían de mí.

          Durante muchos años había estado prohibida la Navidad, pero ahora, por fin, los aldeanos eran libres para celebrarla. Sin embargo, después de tanto tiempo habían olvidado cómo hacerlo. Solamente tenían una tarjeta que había recibido uno de ellos de un primo que vivía en una lejana ciudad y en la que aparecía un árbol lleno de adornos. Por eso, los aldeanos decidieron tener su propio árbol y adornarlo todavía mejor que el de la tarjeta.

          Y de esta forma acabé plantado en medio de la aldea, asistiendo en silencio, a sus preparativos.

          Los vecinos recaudaron todo el dinero que pudieron y luego lo dividieron en tres partes. Una de ellas se entregó a un grupo para que viajara hasta el pueblo más grande de los alrededores y le encargara al soplador de vidrio todas las bolas de cristal que pudieran pagar con su parte.

          Otros aldeanos se dirigieron al colmenero para comprarle velas de la más fina cera de abeja con las que iluminar mis ramas y el último grupo encargó al cestero largas tiras de juncos trenzados y teñidos de rojo.

          Gastaron casi todos sus ahorros pero consiguieron engalanarme de la forma más espectacular. Rodeado de cintas rojas y con bolas de cristal que refulgían a la luz de las numerosas velas que pendían de mis ramas.

          Al principio, todos me admiraron y se sintieron orgullosos de su trabajo, pero poco después comenzaron a preguntarse si la Navidad sólo consistía en adornar un abeto. Porque si sólo era esto por qué había estado prohibida durante tanto tiempo. Además, ni siquiera tenían un baile o una canción especial para festejar esas fechas y se sintieron muy tristes.

          Pero, un día, apareció en el pueblo un forastero. Nadie le conocía, ni vendía nada, lo cual resultaba muy extraño, pues ¿por qué iba alguien a querer ir a una aldea tan remota como aquella? Mas, los aldeanos, pronto dejaron de desconfiar porque sus ojos estaban llenos de bondad y tocaba la flauta como jamás antes la habían oído tocar.

          Su nombre era Sariel y parecía muy joven. Sin embargo, sabía muchas cosas que los aldeanos ignoraban. Por ejemplo, sabía canciones navideñas que los vecinos del pueblo en seguida aprendieron a corear. Y también conocía historias muy hermosas sobre la Navidad. Escuchándole comprendieron su verdadero significado y sintieron una inmensa alegría por el nacimiento de Jesús. Olvidaron las viejas rencillas, las envidias y el resentimiento y se contagiaron los unos a los otros el espíritu navideño.

          Sin embargo, más tarde, se sintieron avergonzados por haber empleado tanto trabajo y dinero en mí, en vez de haber ayudado a los más necesitados y,  llenos de cólera, tomaron sus hachas dispuestos a destruirme. Pero, Sariel los detuvo y les pidió que admiraran, una vez más, mi belleza y que recordasen cómo habían trabajado todos unidos y la satisfacción que sintieron al terminar de adornarme. Y por último, les explicó que sentir esa alegría también formaba parte de la Navidad.

          Y así, los aldeanos volvieron a reunirse en torno a mí para contemplar el brillo de las luces reflejándose en las bolas de cristal y para cantar todos juntos, unidos por los corazones, los villancicos que les había enseñado Sariel.

          Y yo también me sentí feliz porque era un abeto especial, un árbol que simbolizaba la alegría de la Navidad. Y año tras año, los aldeanos se reunirían a mi alrededor para cantar y felicitarse por la buena nueva.

          Sariel permaneció en la aldea varios días, pero una madrugada, cuando el primer rayo del sol comenzaba a aparecer por encima de las montañas, se acercó a mí, dulcemente acarició mis ramas y sonrió haciendo tintinear una de las bolas de cristal. Luego desplegó dos alas tan blancas como la luna que acababa de ponerse y se alzó hacia el cielo. Poco a poco fue empequeñeciéndose hasta desaparecer en el resplandor dorado del amanecer.

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