miércoles, 17 de octubre de 2012

NO SOY UN ASESINO




            He matado a un hombre, pero no soy un asesino. Yo le quería… más de lo que nunca hubiera podido imaginar, y su rostro me atormenta todas las noches cuando cierro los ojos.

            Matarle me resultó muy sencillo.  Le propuse ir de excursión a los acantilados, como muchas otras veces antes habíamos ido. El día era perfecto para disfrutar de la vista: el cielo tenía  un intenso color azul y el mar brillaba como un zafiro, sin la neblina que casi siempre lo envuelve y lo empaña.

            Subimos a lo más alto  del acantilado y miramos hacia abajo. Las rocas oscuras y puntiagudas parecían de obsidiana y las olas estallaban en blanquísima espuma al chocar contra ellas. Tres o cuatro gaviotas, con las alas completamente extendidas, planeaban en el viento justo por debajo de nosotros. Podíamos ver perfectamente sus cabezas negras y sus picos amarillentos y escuchar sus gritos de llamada, mientras giraban en el aire, una y otra vez, como bailarinas ejecutando una complicada danza.

            A él le gustaba mucho contemplarlas y se inclinó hacia delante, sólo un poco, pero lo suficiente para que, un pequeño empujón  bastara para hacerle perder el equilibrio. Durante unos instantes, se mantuvo entre el cielo y la tierra y sus ojos, grandes y oscuros, se clavaron en los míos. Jamás olvidaré esa mirada, me acompañará siempre en mis sueños porque, en esos interminables segundos, me di cuenta de que él siempre supo lo que me proponía hacer. ¿Por qué no lo impidió? ¿Por qué accedió a acompañarme ese día? Más tarde lo averigüé.

            Me pareció que caía muy despacio, como si su cuerpo careciera de peso. Fue haciéndose más y más pequeño y yo lo miraba como si no lo conociese, como si no fuera mi amigo más querido; hasta que, al fin, desapareció entre las rugientes olas y, entonces, un dolor agudo y abrasador me estremeció.

            Lentamente descendí, tropezando con las piedras que sobresalían en la tierra amarillenta del camino, ciego al maravilloso resplandor  que producían los rayos del sol en el mar, y me dirigí al cuartelillo de la guardia civil para notificar el desgraciado accidente. Nadie sospecharía de mí, todo el mundo sabía que éramos amigos y que yo no tenía nada que ganar con su muerte. Nada… salvo una cosa.

            Mientras daba explicaciones y detalles, las manos me temblaban ostensiblemente y una gota de sudor me resbaló por la sien, bordeando la mandíbula hasta detenerse junto a la pequeña cicatriz del mentón; pero claro, era natural que estuviese alterado después de ver morir a mi mejor amigo.

            Durante el entierro, permanecí cerca de su madre, sirviéndole de apoyo y consolándola cuando la vencía el dolor. Y todo el tiempo pensaba: cómo puedo estar aquí de pie, fingiendo. ¿Es que nadie se da cuenta de que he sido yo? ¿Acaso no proclaman mis ojos que soy culpable? No, nadie podía imaginar lo que había sido capaz de hacer.

            Finalmente, volví junto a ella. Sí, ella había sido la causa de todo lo sucedido. Ella que se negó a elegir, que fomentó nuestra rivalidad. Yo sabía el daño que nos había hecho, pero no podía dejar de amarla. He luchado conmigo mismo infinidad de veces para arrancarme de las entrañas este amor que me destruye, que pudre, poco a poco, todo lo bueno que queda dentro de mí. Pero siempre he fracasado; soy demasiado débil, incapaz de resistirme a su mirada, a su sonrisa…

            La semana pasada regresé a mi pueblo, al lugar donde maté a mi amigo. Todo seguía igual, pero me pareció que el aire era pesado, sofocante; que los árboles se inclinaban sobre mí amenazadores y que la plazuela de la fuente estaba muy solitaria.

            Fui a visitar a su madre y ella me habló de él. Nos sentamos en butacas cubiertas con fundas de ganchillo y bebimos té en tacitas de porcelana adornadas con flores diminutas. Sus manos temblaron, haciendo tintinear la taza en el plato, cuando me habló de la enfermedad que había ido consumiendo la vida de su hijo; una enfermedad incurable, sin esperanzas. Y, entonces, comprendí porqué quiso acompañarme al acantilado, porqué se acercó tanto al borde del precipicio y porqué no había reproche en sus ojos cuando me miraron por última vez.

            ¿Lo sabía ella? ¿Fueron ellos dos quienes me empujaron a cometer este crimen abominable? Siempre lo ignoraré.

            Ahora me pregunto qué voy a hacer. ¿Debo confesar mi culpa para recobrar la paz?, ¿volver con ella aunque su amor me aniquile? o ¿alejarme de todo e intentar comenzar una nueva vida? La verdad es que no lo sé. Juro que no lo sé.

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