He
matado a un hombre, pero no soy un asesino. Yo le quería… más de lo que nunca
hubiera podido imaginar, y su rostro me atormenta todas las noches cuando
cierro los ojos.
Matarle me resultó muy
sencillo. Le propuse ir de excursión a
los acantilados, como muchas otras veces antes habíamos ido. El día era
perfecto para disfrutar de la vista: el cielo tenía un intenso color azul y el mar brillaba como
un zafiro, sin la neblina que casi siempre lo envuelve y lo empaña.
Subimos a lo más alto del acantilado y miramos hacia abajo. Las
rocas oscuras y puntiagudas parecían de obsidiana y las olas estallaban en
blanquísima espuma al chocar contra ellas. Tres o cuatro gaviotas, con las alas
completamente extendidas, planeaban en el viento justo por debajo de nosotros.
Podíamos ver perfectamente sus cabezas negras y sus picos amarillentos y
escuchar sus gritos de llamada, mientras giraban en el aire, una y otra vez,
como bailarinas ejecutando una complicada danza.
A él le gustaba mucho contemplarlas
y se inclinó hacia delante, sólo un poco, pero lo suficiente para que, un
pequeño empujón bastara para hacerle
perder el equilibrio. Durante unos instantes, se mantuvo entre el cielo y la
tierra y sus ojos, grandes y oscuros, se clavaron en los míos. Jamás olvidaré
esa mirada, me acompañará siempre en mis sueños porque, en esos interminables
segundos, me di cuenta de que él siempre supo lo que me proponía hacer. ¿Por
qué no lo impidió? ¿Por qué accedió a acompañarme ese día? Más tarde lo
averigüé.
Me pareció que caía muy despacio,
como si su cuerpo careciera de peso. Fue haciéndose más y más pequeño y yo lo
miraba como si no lo conociese, como si no fuera mi amigo más querido; hasta
que, al fin, desapareció entre las rugientes olas y, entonces, un dolor agudo y
abrasador me estremeció.
Lentamente descendí, tropezando con
las piedras que sobresalían en la tierra amarillenta del camino, ciego al
maravilloso resplandor que producían los
rayos del sol en el mar, y me dirigí al cuartelillo de la guardia civil para
notificar el desgraciado accidente. Nadie sospecharía de mí, todo el mundo
sabía que éramos amigos y que yo no tenía nada que ganar con su muerte. Nada…
salvo una cosa.
Mientras daba explicaciones y
detalles, las manos me temblaban ostensiblemente y una gota de sudor me resbaló
por la sien, bordeando la mandíbula hasta detenerse junto a la pequeña cicatriz
del mentón; pero claro, era natural que estuviese alterado después de ver morir
a mi mejor amigo.
Durante el entierro, permanecí cerca
de su madre, sirviéndole de apoyo y consolándola cuando la vencía el dolor. Y
todo el tiempo pensaba: cómo puedo estar aquí de pie, fingiendo. ¿Es que nadie
se da cuenta de que he sido yo? ¿Acaso no proclaman mis ojos que soy culpable?
No, nadie podía imaginar lo que había sido capaz de hacer.
Finalmente, volví junto a ella. Sí,
ella había sido la causa de todo lo sucedido. Ella que se negó a elegir, que
fomentó nuestra rivalidad. Yo sabía el daño que nos había hecho, pero no podía
dejar de amarla. He luchado conmigo mismo infinidad de veces para arrancarme de
las entrañas este amor que me destruye, que pudre, poco a poco, todo lo bueno
que queda dentro de mí. Pero siempre he fracasado; soy demasiado débil, incapaz
de resistirme a su mirada, a su sonrisa…
La semana pasada regresé a mi
pueblo, al lugar donde maté a mi amigo. Todo seguía igual, pero me pareció que
el aire era pesado, sofocante; que los árboles se inclinaban sobre mí
amenazadores y que la plazuela de la fuente estaba muy solitaria.
Fui a visitar a su madre y ella me habló
de él. Nos sentamos en butacas cubiertas con fundas de ganchillo y bebimos té
en tacitas de porcelana adornadas con flores diminutas. Sus manos temblaron,
haciendo tintinear la taza en el plato, cuando me habló de la enfermedad que
había ido consumiendo la vida de su hijo; una enfermedad incurable, sin
esperanzas. Y, entonces, comprendí porqué quiso acompañarme al acantilado,
porqué se acercó tanto al borde del precipicio y porqué no había reproche en
sus ojos cuando me miraron por última vez.
¿Lo sabía ella? ¿Fueron ellos dos
quienes me empujaron a cometer este crimen abominable? Siempre lo ignoraré.
Ahora me pregunto qué voy a hacer.
¿Debo confesar mi culpa para recobrar la paz?, ¿volver con ella aunque su amor
me aniquile? o ¿alejarme de todo e intentar comenzar una nueva vida? La verdad
es que no lo sé. Juro que no lo sé.
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