viernes, 5 de octubre de 2012

EL SEÑOR DE LOS HIELOS




El sol de la mañana hizo brillar la montaña de hielo tiñendo el blanco de rojo, y poco a poco, los rayos solares se deslizaron por la ladera iluminando los abetos, los alerces y los pinsapos hasta rozar los majestuosos muros del palacio situado a sus pies, de forma que los enormes bloques de mármol, tan blanco como la nieve que se extendía por doquier, se tornaron durante un instante, rosados.

          La silueta del señor de este reino helado se perfiló en la ventana del piso más alto del palacio y como todas las mañanas, contempló el esplendor del amanecer sumido en sus dolorosos recuerdos. No hacía mucho tiempo, éste había sido un reino de abundancia y verdor, de risas y cantos, de colores vistosos y aromas dulces. Pero eso fue antes de la muerte del único hijo de Vander, el hijo que le arrebató a su amada reina al nacer y en el que depositó todo el amor que había sentido por ella. Y cuando él murió también, el corazón de Vander se heló y todo su reino se enfrió. Los árboles perdieron sus verdes hojas y las ramas se cubrieron de escarcha; las montañas se arroparon con un blanco manto y los pájaros huyeron del espantoso frío llevándose con ellos sus alegres trinos. El reino se quedó silencioso y solitario, paralizado, inmutable y Vander se convirtió en el Señor de los Hielos, el eterno guardián de ese mundo muerto.

          Pero esa mañana no era como las otras. Observó con asombro a una minúscula figura avanzando resueltamente entre la nieve. Era la primera vez en muchos años que veía a otro ser humano y el Señor de los Hielos sintió curiosidad, salió al encuentro del desconocido y se sorprendió aún más al descubrir que sólo era un muchacho de, aproximadamente, la misma edad que tendría ahora su hijo. Era alto y esbelto, unos rizos castaño rojizos enmarcaban su cara morena de facciones atrevidas y en la que destacaban sus ojos del color de la miel. Eran unos ojos profundos y sosegados que miraron a Vander sin asombro ni inquietud.

          - ¿Quién eres tú, que te atreves a atravesar la muralla de hielo?

          - Me llamo Nil y busco un lugar donde poder trabajar y vivir - contestó el muchacho tranquilamente observando la corpulenta figura de Vander, su cabello tan rubio que parecía de plata y los ojos claros y fríos como el hielo.

          - Has entrado en mi reino sin permiso. Tendrás que inclinarte ante mí y servirme.

          - Nací libre y no me inclino ante ningún otro hombre - respondió Nil sin aparentar ningún temor.

          - Eres muy valiente o muy estúpido. Soy dueño de todo lo que ves a tu alrededor. Una sola palabra mía podría causar tu muerte - le amenazó con una voz que pareció chascar el hielo.

          - Prefiero morir a ser tu esclavo - declaró el muchacho en voz baja -. Dejé mi tierra para no sentir el pesado pie de mi señor doblando mi espalda, porque no podía soportar las humillaciones que padecieron mis padres antes de morir. Nada ni nadie conseguirá que agache la cabeza.

          - Eres orgulloso - le dijo con desprecio el Señor de los Hielos mirando los harapos que cubrían su cuerpo.

          - No es orgullo, señor. Sólo un poco de dignidad.

          Vander le observó un momento pensativo. Luego sus rasgos volvieron a endurecerse, se tornaron tan fríos e impenetrables como el hielo.

          - Permitiré que demuestres tu valor afrontando tres pruebas. Si las superas serás libre si no… - Vander sonrió sin acabar la frase.

          La primera prueba consistía en descender al fondo del mar y coger una de las pulidas piedras que cubrían la fina arena. Nil se untó el cuerpo de grasa y se lanzó a las gélidas aguas. Bajó más y más, deslizándose entre bandadas de peces plateados y medusas transparentes, pero el fondo estaba demasiado lejos. El frío paralizó sus músculos y el aire escapó de sus pulmones y Nil tuvo que ascender sin haber podido coger ninguna piedra. Se acurrucó en la orilla temblando de frío, resignado a perder su libertad y de pronto, un cuerpo negro y lustroso se alzó sobre las olas; con un poderoso golpe de la cola, la orca se aproximó a la orilla, depositó a los pies del muchacho una piedra blanca y pulida y luego se alejó salpicando espuma hacia el cielo.

          Cuando Nil le entregó la piedra, Vander la miró un segundo, después la arrojó al suelo con indiferencia y le encomendó la segunda tarea.

          - Mira esa columna de hielo que se alza frente al palacio, es más alta que el más viejo de los abetos que la rodean y sus paredes son tan lisas como el cristal - clavó sus ojos casi transparentes en el joven -. Has de traerme la flor de invierno que crece en lo más alto.

          Nil intentó trepar pero sus manos resbalaban y se volvían insensibles por el frío, trató de clavar en la pared su cuchillo para que le sirviera de apoyo pero el hielo era demasiado duro. Estaba a punto de darse por vencido cuando una sombra planeó sobre él, alzó los ojos al cielo y divisó a un albatros de alas tan blancas como la nieve que se deslizaba bajo él. La enorme ave voló en círculos alrededor de Nil y dejó caer en sus manos una pequeña flor con forma de estrella.

          Esta vez Vander sonrió al recibir el segundo objeto solicitado y Nil percibió en sus ojos un atisbo de calidez que antes no había.

          - La tercera prueba no será tan sencilla - le miró de soslayo y Nil se preguntó si sabría cómo había logrado superar las otras -. Tienes que derretir el hielo más duro y frío que existe en mi reino.

          - ¿Dónde puedo encontrarlo, señor?

          - Eso tienes que averiguarlo tú.

          Vander dio media vuelta y se alejó sin volver a mirarle. Nil suspiró y se sentó en el banco que había junto a la ventana intentando desentrañar el misterio. Pasó así toda la tarde y no logró saber a qué se refería su misterioso anfitrión ni acudió ningún aliado a solucionar el problema.

          Por fin  al anochecer regresó Vander y le condujo al comedor donde estaba dispuesta la mesa llena de viandas, el Señor de los Hielos le ofreció una silla cortésmente y le indicó que podía empezar a comer. Mientras Nil comía con voracidad, Vander apenas probó bocado pero le hizo muchas preguntas sobre su tierra, sus padres y su señor.

          - Mis padres murieron cuando yo sólo era un niño; murieron de agotamiento, de desesperanza y de tristeza. El señor al que servían era cruel y avaricioso y quebró su espíritu y acabó con sus ganas de vivir - el joven inclinó la cabeza para que Vander no pudiera ver sus ojos brillantes por las lágrimas, pero luego volvió a alzarla desafiante  -. Por eso, en cuanto pude, me escapé de allí. Quería encontrar un lugar donde poder trabajar la tierra para mí mismo y ser libre… para correr entre los árboles del bosque, para revolcarme sobre la hierba mojada de rocío, para bailar bajo la cálida lluvia de verano.

          El Señor de los Hielos miró sus ojos llenos de fuego y una enigmática sonrisa asomó a sus labios, pero no dijo nada. Después de cenar le propuso jugar una partida de ajedrez y concentrados en el juego apenas volvieron a hablar más esa noche.

          Al día siguiente, Vander le llevó de cacería y montados sobre dos gigantescos osos blancos recorrieron el reino helado admirando los altos picos y los tupidos bosques de árboles de hoja perenne, los únicos capaces de resistir las bajas temperaturas.

          Vieron a una lechuza nival cazando una liebre de blanco pelaje, a una pareja de zorros de cola plateada escabulléndose entre los matorrales y a un grupo de sigilosos ciervos escarbando en la nieve en busca de alguna brizna de hierba.

          Cuando regresaron, los ojos de Nil relucían de entusiasmo y había un poco de color en las pálidas mejillas del Señor de los Hielos. Durante la comida, Nil describió los lugares que había conocido antes de llegar al reino de Vander y éste le explicó muchas cosas acerca de los animales que allí habitaban. Siguieron conversando el resto de la tarde y al anochecer jugaron de nuevo al ajedrez.

          Y fueron pasando los días; todas las mañanas salían de cacería aunque nunca cobraban ninguna pieza, era suficiente galopar sobre los fieros osos por las extensas llanuras de nieve, con el helado viento mordiendo sus rostros y arrancando lágrimas de escarcha de sus pestañas; después, Vander enseñaba al muchacho las maravillas de su mundo congelado y conversaban durante horas y por fin, al caer la noche, jugaban partida tras partida de ajedrez. Y si al principio, Nil intentaba encontrar una solución para la tercera prueba de su anfitrión, luego dejó de importarle y olvidó que una vez había deseado alejarse de allí.

          Una mañana, al salir del palacio, Nil vio una flor pequeña y violácea que crecía junto a la puerta, se giró y advirtió que Vander también la miraba pensativo antes de seguir adelante. Montaron, como siempre, sobre los blancos osos y galoparon por un frondoso bosque de cedros hasta que se desató una violenta tormenta. Los dos hombres bajaron de sus monturas para contemplar los negros nubarrones y las hermosas serpientes de luz que aparecían de pronto entre éstos. El ruido de los truenos era ensordecedor y encubrió el chasquido de un árbol al ser alcanzado por un rayo; el grueso tronco osciló un momento y se precipitó sobre Vander, que le daba la espalda, pero Nil percibió el movimiento y se abalanzó sobre su compañero apartándole del peligro.

          Vander se levantó lentamente, se acercó al joven y le tendió la mano para ayudarle a incorporarse. En sus ojos brillaba una luz cálida que nunca antes había visto Nil.

          - ¿Por qué has salvado mi vida? Podrías haber dejado que muriera y ahora serías libre.

          Nil sonrió y apretó la mano de Vander que todavía sujetaba la suya.

          - Jamás haría eso a quien quiero tanto como a mi propio padre.

          Una solitaria lágrima rodó por el rostro del Señor de los Hielos y se detuvo un instante en el mentón antes de caer. Vander abrió los brazos, sonriendo con dulzura, y Nil le abrazó.

          - Eres libre, Nil. Has superado la última prueba, la más difícil de todas. Has logrado derretir lo que creí que siempre permanecería helado.

          - Pero si yo no he hecho nada - el joven se apartó un poco para mirarle extrañado.

          - Sí que lo has hecho. Conseguiste que el calor retornara a mi corazón de hielo, hiciste que volviera a sentir cariño cuando creía que estaba muerto. Eres libre para disfrutar de todas esas cosas que tanto anhelas. Puedes irte… si lo deseas.

          - Yo no deseo marcharme. Contigo he disfrutado de todas esas cosas y de muchas más. Quiero quedarme y que me enseñes los secretos de la Naturaleza, quiero recorrer los campos y los bosques contigo, quiero oír las historias de héroes y batallas que conoces y quiero jugar al ajedrez, cada noche, antes de acostarme.

          Vander sonrió y le abrazó de nuevo, luego le pasó el brazo por encima de los hombros y caminaron de vuelta al palacio, charlando y riendo felices.

          Después de un rato se dieron cuenta de que la nieve cada vez era menos fría y cuando miraron hacia atrás vieron bosques de hayas, robles y fresnos y praderas de un verdor exuberante, salpicadas del rojo de las amapolas y del amarillo de los dientes de león; en el aire resonaron los trinos de centenares de pájaros que cubrían el cielo y los rayos del sol caldearon la tierra haciendo desaparecer para siempre los últimos carámbanos de hielo.

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