El sol de la mañana hizo brillar la montaña de hielo tiñendo el
blanco de rojo, y poco a poco, los rayos solares se deslizaron por la ladera
iluminando los abetos, los alerces y los pinsapos hasta rozar los majestuosos
muros del palacio situado a sus pies, de forma que los enormes bloques de
mármol, tan blanco como la nieve que se extendía por doquier, se tornaron
durante un instante, rosados.
La silueta del
señor de este reino helado se perfiló en la ventana del piso más alto del
palacio y como todas las mañanas, contempló el esplendor del amanecer sumido en
sus dolorosos recuerdos. No hacía mucho tiempo, éste había sido un reino de
abundancia y verdor, de risas y cantos, de colores vistosos y aromas dulces.
Pero eso fue antes de la muerte del único hijo de Vander, el hijo que le
arrebató a su amada reina al nacer y en el que depositó todo el amor que había
sentido por ella. Y cuando él murió también, el corazón de Vander se heló y
todo su reino se enfrió. Los árboles perdieron sus verdes hojas y las ramas se
cubrieron de escarcha; las montañas se arroparon con un blanco manto y los
pájaros huyeron del espantoso frío llevándose con ellos sus alegres trinos. El
reino se quedó silencioso y solitario, paralizado, inmutable y Vander se
convirtió en el Señor de los Hielos, el eterno guardián de ese mundo muerto.
Pero esa mañana no
era como las otras. Observó con asombro a una minúscula figura avanzando
resueltamente entre la nieve. Era la primera vez en muchos años que veía a otro
ser humano y el Señor de los Hielos sintió curiosidad, salió al encuentro del
desconocido y se sorprendió aún más al descubrir que sólo era un muchacho de,
aproximadamente, la misma edad que tendría ahora su hijo. Era alto y esbelto,
unos rizos castaño rojizos enmarcaban su cara morena de facciones atrevidas y
en la que destacaban sus ojos del color de la miel. Eran unos ojos profundos y
sosegados que miraron a Vander sin asombro ni inquietud.
- ¿Quién eres tú,
que te atreves a atravesar la muralla de hielo?
- Me llamo Nil y
busco un lugar donde poder trabajar y vivir - contestó el muchacho
tranquilamente observando la corpulenta figura de Vander, su cabello tan rubio
que parecía de plata y los ojos claros y fríos como el hielo.
- Has entrado en mi
reino sin permiso. Tendrás que inclinarte ante mí y servirme.
- Nací libre y no
me inclino ante ningún otro hombre - respondió Nil sin aparentar ningún temor.
- Eres muy valiente
o muy estúpido. Soy dueño de todo lo que ves a tu alrededor. Una sola palabra
mía podría causar tu muerte - le amenazó con una voz que pareció chascar el
hielo.
- Prefiero morir a
ser tu esclavo - declaró el muchacho en voz baja -. Dejé mi tierra para no
sentir el pesado pie de mi señor doblando mi espalda, porque no podía soportar
las humillaciones que padecieron mis padres antes de morir. Nada ni nadie
conseguirá que agache la cabeza.
- Eres orgulloso -
le dijo con desprecio el Señor de los Hielos mirando los harapos que cubrían su
cuerpo.
- No es orgullo,
señor. Sólo un poco de dignidad.
Vander le observó
un momento pensativo. Luego sus rasgos volvieron a endurecerse, se tornaron tan
fríos e impenetrables como el hielo.
- Permitiré que
demuestres tu valor afrontando tres pruebas. Si las superas serás libre si no…
- Vander sonrió sin acabar la frase.
La primera prueba
consistía en descender al fondo del mar y coger una de las pulidas piedras que
cubrían la fina arena. Nil se untó el cuerpo de grasa y se lanzó a las gélidas
aguas. Bajó más y más, deslizándose entre bandadas de peces plateados y medusas
transparentes, pero el fondo estaba demasiado lejos. El frío paralizó sus
músculos y el aire escapó de sus pulmones y Nil tuvo que ascender sin haber
podido coger ninguna piedra. Se acurrucó en la orilla temblando de frío, resignado
a perder su libertad y de pronto, un cuerpo negro y lustroso se alzó sobre las
olas; con un poderoso golpe de la cola, la orca se aproximó a la orilla,
depositó a los pies del muchacho una piedra blanca y pulida y luego se alejó
salpicando espuma hacia el cielo.
Cuando Nil le
entregó la piedra, Vander la miró un segundo, después la arrojó al suelo con
indiferencia y le encomendó la segunda tarea.
- Mira esa columna
de hielo que se alza frente al palacio, es más alta que el más viejo de los
abetos que la rodean y sus paredes son tan lisas como el cristal - clavó sus
ojos casi transparentes en el joven -. Has de traerme la flor de invierno que
crece en lo más alto.
Nil intentó trepar
pero sus manos resbalaban y se volvían insensibles por el frío, trató de clavar
en la pared su cuchillo para que le sirviera de apoyo pero el hielo era
demasiado duro. Estaba a punto de darse por vencido cuando una sombra planeó
sobre él, alzó los ojos al cielo y divisó a un albatros de alas tan blancas
como la nieve que se deslizaba bajo él. La enorme ave voló en círculos
alrededor de Nil y dejó caer en sus manos una pequeña flor con forma de
estrella.
Esta vez Vander
sonrió al recibir el segundo objeto solicitado y Nil percibió en sus ojos un
atisbo de calidez que antes no había.
- La tercera prueba
no será tan sencilla - le miró de soslayo y Nil se preguntó si sabría cómo
había logrado superar las otras -. Tienes que derretir el hielo más duro y frío
que existe en mi reino.
- ¿Dónde puedo
encontrarlo, señor?
- Eso tienes que
averiguarlo tú.
Vander dio media
vuelta y se alejó sin volver a mirarle. Nil suspiró y se sentó en el banco que
había junto a la ventana intentando desentrañar el misterio. Pasó así toda la
tarde y no logró saber a qué se refería su misterioso anfitrión ni acudió
ningún aliado a solucionar el problema.
Por fin al anochecer regresó Vander y le condujo al
comedor donde estaba dispuesta la mesa llena de viandas, el Señor de los Hielos
le ofreció una silla cortésmente y le indicó que podía empezar a comer.
Mientras Nil comía con voracidad, Vander apenas probó bocado pero le hizo
muchas preguntas sobre su tierra, sus padres y su señor.
- Mis padres
murieron cuando yo sólo era un niño; murieron de agotamiento, de desesperanza y
de tristeza. El señor al que servían era cruel y avaricioso y quebró su
espíritu y acabó con sus ganas de vivir - el joven inclinó la cabeza para que
Vander no pudiera ver sus ojos brillantes por las lágrimas, pero luego volvió a
alzarla desafiante -. Por eso, en cuanto
pude, me escapé de allí. Quería encontrar un lugar donde poder trabajar la
tierra para mí mismo y ser libre… para correr entre los árboles del bosque,
para revolcarme sobre la hierba mojada de rocío, para bailar bajo la cálida
lluvia de verano.
El Señor de los
Hielos miró sus ojos llenos de fuego y una enigmática sonrisa asomó a sus
labios, pero no dijo nada. Después de cenar le propuso jugar una partida de
ajedrez y concentrados en el juego apenas volvieron a hablar más esa noche.
Al día siguiente,
Vander le llevó de cacería y montados sobre dos gigantescos osos blancos
recorrieron el reino helado admirando los altos picos y los tupidos bosques de
árboles de hoja perenne, los únicos capaces de resistir las bajas temperaturas.
Vieron a una
lechuza nival cazando una liebre de blanco pelaje, a una pareja de zorros de
cola plateada escabulléndose entre los matorrales y a un grupo de sigilosos
ciervos escarbando en la nieve en busca de alguna brizna de hierba.
Cuando regresaron,
los ojos de Nil relucían de entusiasmo y había un poco de color en las pálidas
mejillas del Señor de los Hielos. Durante la comida, Nil describió los lugares
que había conocido antes de llegar al reino de Vander y éste le explicó muchas
cosas acerca de los animales que allí habitaban. Siguieron conversando el resto
de la tarde y al anochecer jugaron de nuevo al ajedrez.
Y fueron pasando
los días; todas las mañanas salían de cacería aunque nunca cobraban ninguna
pieza, era suficiente galopar sobre los fieros osos por las extensas llanuras
de nieve, con el helado viento mordiendo sus rostros y arrancando lágrimas de
escarcha de sus pestañas; después, Vander enseñaba al muchacho las maravillas
de su mundo congelado y conversaban durante horas y por fin, al caer la noche,
jugaban partida tras partida de ajedrez. Y si al principio, Nil intentaba
encontrar una solución para la tercera prueba de su anfitrión, luego dejó de
importarle y olvidó que una vez había deseado alejarse de allí.
Una mañana, al
salir del palacio, Nil vio una flor pequeña y violácea que crecía junto a la
puerta, se giró y advirtió que Vander también la miraba pensativo antes de
seguir adelante. Montaron, como siempre, sobre los blancos osos y galoparon por
un frondoso bosque de cedros hasta que se desató una violenta tormenta. Los dos
hombres bajaron de sus monturas para contemplar los negros nubarrones y las
hermosas serpientes de luz que aparecían de pronto entre éstos. El ruido de los
truenos era ensordecedor y encubrió el chasquido de un árbol al ser alcanzado
por un rayo; el grueso tronco osciló un momento y se precipitó sobre Vander,
que le daba la espalda, pero Nil percibió el movimiento y se abalanzó sobre su
compañero apartándole del peligro.
Vander se levantó
lentamente, se acercó al joven y le tendió la mano para ayudarle a
incorporarse. En sus ojos brillaba una luz cálida que nunca antes había visto
Nil.
- ¿Por qué has
salvado mi vida? Podrías haber dejado que muriera y ahora serías libre.
Nil sonrió y apretó
la mano de Vander que todavía sujetaba la suya.
- Jamás haría eso a
quien quiero tanto como a mi propio padre.
Una solitaria
lágrima rodó por el rostro del Señor de los Hielos y se detuvo un instante en
el mentón antes de caer. Vander abrió los brazos, sonriendo con dulzura, y Nil
le abrazó.
- Eres libre, Nil.
Has superado la última prueba, la más difícil de todas. Has logrado derretir lo
que creí que siempre permanecería helado.
- Pero si yo no he
hecho nada - el joven se apartó un poco para mirarle extrañado.
- Sí que lo has
hecho. Conseguiste que el calor retornara a mi corazón de hielo, hiciste que
volviera a sentir cariño cuando creía que estaba muerto. Eres libre para
disfrutar de todas esas cosas que tanto anhelas. Puedes irte… si lo deseas.
- Yo no deseo
marcharme. Contigo he disfrutado de todas esas cosas y de muchas más. Quiero
quedarme y que me enseñes los secretos de la Naturaleza, quiero recorrer los
campos y los bosques contigo, quiero oír las historias de héroes y batallas que
conoces y quiero jugar al ajedrez, cada noche, antes de acostarme.
Vander sonrió y le
abrazó de nuevo, luego le pasó el brazo por encima de los hombros y caminaron
de vuelta al palacio, charlando y riendo felices.
Después de un rato
se dieron cuenta de que la nieve cada vez era menos fría y cuando miraron hacia
atrás vieron bosques de hayas, robles y fresnos y praderas de un verdor
exuberante, salpicadas del rojo de las amapolas y del amarillo de los dientes
de león; en el aire resonaron los trinos de centenares de pájaros que cubrían
el cielo y los rayos del sol caldearon la tierra haciendo desaparecer para
siempre los últimos carámbanos de hielo.
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