Milai
miraba por la ventana, miraba como todos los días desde hacía muchos meses.
Había mirado cuando los capullos de las flores brillaban cuajados de rocío;
cuando el sol amarilleaba los verdes prados; cuando las hojas de los árboles se
tornaban rojas y doradas y cuando el manto blanco cubría las colinas y los
bosques. Milai miraba al príncipe Daliz y soñaba que la amaba como ella le
amaba a él.
Le veía desde su ventana entrenarse
con la espada y con el arco; o cabalgando sobre su negro corcel; o riendo y
bromeando con sus amigos y Milai pensaba que no podría soportar ni un día más
ese amor que la desbordaba, que le hacía palpitar con fuerza el corazón, un
amor no correspondido.
Como tantas otras veces sintió la
tentación de usar un hechizo de amor. Sería fácil para una maga tan poderosa
como ella. Pero no, no podía infringir la ley más sagrada de los magos. No
podía manipular los sentimientos de otra persona. No, no lo haría. Nunca lo
haría.
Luchó durante mucho tiempo consigo
misma, pero su amor era demasiado fuerte. Era un fuego que la devoraba por
dentro, un anhelo imposible de olvidar y, por fin, sucumbió.
Milai lanzó su sortilegio de amor y el
príncipe la amó. Sin embargo, antes de poder sentir los brazos de Daliz
rodeándola, estrechándola contra su pecho, el hechicero supremo le impuso su
castigo convirtiéndola en una urraca. Blanca como su piel y negra como sus
cabellos de ébano.
Milai alzó el vuelo y se alejó de allí
oyendo la desolada llamada de su príncipe. Pero ella no podía regresar, sentía
el impulso de volar, volar cada vez más alto, más lejos…
El príncipe quedó desconsolado. Amaba
a Milai, la amaba con desesperación y jamás podría olvidarla. El hechicero, sin
embargo, quiso hacerle olvidar.
Viajaron por islas y mares, montañas y
valles, bajo la lluvia y la nieve, el sol y el viento. Pero el príncipe no
podía olvidarla y en todos los lugares que visitaba preguntaba por las urracas,
esperando encontrar a su amada Milai.
El hechicero le llevó a conocer a las
Hijas del Mar.
- Cuando las veas bailar olvidarás a
cualquier mujer que conocieras antes.
Pero el príncipe Daliz no la olvidó.
- Sus ojos no son tan profundos como
los de Milai, ni sus cabellos tan negros, ni su piel tan suave.
Así pues se alejaron de allí y fueron
a los bosques donde vivían las amazonas.
- Jamás conocerás mujeres tan fogosas
y arrogantes.
Pero el príncipe Daliz no podía dejar
de amarla:
- El porte de Milai es más orgulloso y
altivo.
Siguieron adelante hasta llegar al
País de las Abejas.
- Las mujeres que aquí habitan son tan
dulces como la miel.
Pero el príncipe Daliz seguía
recordándola:
- No hay mayor dulzura que la de la
boca de Milai.
El hechicero le condujo al Reino de
las Nubes Bajas.
- El canto de sus mujeres arrullará
tus sueños.
Pero el príncipe sólo la quería a
ella:
- Yo no deseo dormir, sólo quiero
contemplar el rostro de Milai.
Viendo el hechicero que el príncipe
Daliz jamás dejaría de amar a Milai, llamó a la urraca embrujada.
- Milai, volverás a ser humana si
renuncias a tu magia. Perderás todos tus poderes y el hechizo del príncipe se
desvanecerá.
La urraca asintió y ante los ojos de
su amado apareció la hermosa hechicera de negros cabellos.
- Daliz, ¿me amas todavía?
El príncipe la miró con tristeza:
- No, conseguiste que te amara no como
mujer, sino como maga por medio de un hechizo. El hechizo se ha desvanecido y
ya no te amo, Milai.
El príncipe le dio la espalda y se
alejó lentamente mientras Milai lloraba su amor perdido.
Daliz emprendió el viaje de regreso
atravesando montañas y valles, desiertos y mares. Y en la negrura de la noche
vio los oscuros cabellos de Milai; en la plateada luz de la luna, su blanca
piel y en las lejanas estrellas, el brillo de sus ojos. Sin embargo, Daliz
volvió la cara y caminó hasta el amanecer. Entonces se detuvo y miró al cielo,
una urraca voló por encima de su cabeza, blanca como la piel de Milai, negra
como sus cabellos y el príncipe Daliz descubrió que aún amaba a Milai y nunca
dejaría de amarla.
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