viernes, 26 de octubre de 2012

EL PRÍNCIPE DE LAS URRACAS




           Milai miraba por la ventana, miraba como todos los días desde hacía muchos meses. Había mirado cuando los capullos de las flores brillaban cuajados de rocío; cuando el sol amarilleaba los verdes prados; cuando las hojas de los árboles se tornaban rojas y doradas y cuando el manto blanco cubría las colinas y los bosques. Milai miraba al príncipe Daliz y soñaba que la amaba como ella le amaba a él.

          Le veía desde su ventana entrenarse con la espada y con el arco; o cabalgando sobre su negro corcel; o riendo y bromeando con sus amigos y Milai pensaba que no podría soportar ni un día más ese amor que la desbordaba, que le hacía palpitar con fuerza el corazón, un amor no correspondido.

          Como tantas otras veces sintió la tentación de usar un hechizo de amor. Sería fácil para una maga tan poderosa como ella. Pero no, no podía infringir la ley más sagrada de los magos. No podía manipular los sentimientos de otra persona. No, no lo haría. Nunca lo haría.

          Luchó durante mucho tiempo consigo misma, pero su amor era demasiado fuerte. Era un fuego que la devoraba por dentro, un anhelo imposible de olvidar y, por fin, sucumbió.

          Milai lanzó su sortilegio de amor y el príncipe la amó. Sin embargo, antes de poder sentir los brazos de Daliz rodeándola, estrechándola contra su pecho, el hechicero supremo le impuso su castigo convirtiéndola en una urraca. Blanca como su piel y negra como sus cabellos de ébano.

          Milai alzó el vuelo y se alejó de allí oyendo la desolada llamada de su príncipe. Pero ella no podía regresar, sentía el impulso de volar, volar cada vez más alto, más lejos…

          El príncipe quedó desconsolado. Amaba a Milai, la amaba con desesperación y jamás podría olvidarla. El hechicero, sin embargo, quiso hacerle olvidar.

          Viajaron por islas y mares, montañas y valles, bajo la lluvia y la nieve, el sol y el viento. Pero el príncipe no podía olvidarla y en todos los lugares que visitaba preguntaba por las urracas, esperando encontrar a su amada Milai.

          El hechicero le llevó a conocer a las Hijas del Mar.

          - Cuando las veas bailar olvidarás a cualquier mujer que conocieras antes.

          Pero el príncipe Daliz no la olvidó.

          - Sus ojos no son tan profundos como los de Milai, ni sus cabellos tan negros, ni su piel tan suave.

          Así pues se alejaron de allí y fueron a los bosques donde vivían las amazonas.

          - Jamás conocerás mujeres tan fogosas y arrogantes.

          Pero el príncipe Daliz no podía dejar de amarla:

          - El porte de Milai es más orgulloso y altivo.

          Siguieron adelante hasta llegar al País de las Abejas.

          - Las mujeres que aquí habitan son tan dulces como la miel.

          Pero el príncipe Daliz seguía recordándola:

          - No hay mayor dulzura que la de la boca de Milai.

          El hechicero le condujo al Reino de las Nubes Bajas.

          - El canto de sus mujeres arrullará tus sueños.

          Pero el príncipe sólo la quería a ella:

          - Yo no deseo dormir, sólo quiero contemplar el rostro de Milai.

          Viendo el hechicero que el príncipe Daliz jamás dejaría de amar a Milai, llamó a la urraca embrujada.

          - Milai, volverás a ser humana si renuncias a tu magia. Perderás todos tus poderes y el hechizo del príncipe se desvanecerá.

          La urraca asintió y ante los ojos de su amado apareció la hermosa hechicera de negros cabellos.

          - Daliz, ¿me amas todavía?

          El príncipe la miró con tristeza:

          - No, conseguiste que te amara no como mujer, sino como maga por medio de un hechizo. El hechizo se ha desvanecido y ya no te amo, Milai.

          El príncipe le dio la espalda y se alejó lentamente mientras Milai lloraba su amor perdido.

          Daliz emprendió el viaje de regreso atravesando montañas y valles, desiertos y mares. Y en la negrura de la noche vio los oscuros cabellos de Milai; en la plateada luz de la luna, su blanca piel y en las lejanas estrellas, el brillo de sus ojos. Sin embargo, Daliz volvió la cara y caminó hasta el amanecer. Entonces se detuvo y miró al cielo, una urraca voló por encima de su cabeza, blanca como la piel de Milai, negra como sus cabellos y el príncipe Daliz descubrió que aún amaba a Milai y nunca dejaría de amarla.

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