miércoles, 10 de octubre de 2012

EL CASTILLO DE LA ARENA




Una vez más las olas golpearon los muros del castillo mientras el viento, que penetraba por las grietas agitó la fina capa de arena que cubría los corredores. El olor del salitre y la humedad lo inundaba todo y las paredes de piedra estaban invadidas por algas marrones y negras, que se extendían por todas partes, a modo de venas.

          Como todos los días, la tenue luz del amanecer permitía entrever la alta figura de Mucio junto a la ventana, mirando hacia la playa. Miraba las huellas que se hundían en la arena alejándose del castillo. Huellas que, aunque la marea borraba, volvían a aparecer en cuanto las aguas se retiraban. Mucio las miró y recordó.

          Siempre había amado a su esposa. Siempre. En el instante en que la vio por primera vez, supo que tenía que ser parte de él. La amaba más que a la vida misma, la necesitaba tanto como el aire que respiraba.

          Aitala era hermosa, sí, pero no era eso lo que más valoraba él. La adoraba, sobre todo, por su ternura, por su inteligencia y por su inagotable alegría.

          Sin embargo, esta alegría suya se vio empañada cuando los años transcurrieron y no concibieron ningún hijo. Ella deseaba más que nada en el mundo darle un hijo y todos los días se acercaba a la orilla del mar para rogar a las divinidades marinas que le concedieran el hijo que tanto ansiaba.

          Mucio, desde la ventana del castillo, la observaba lleno de pesar mientras entregaba al mar sus ofrendas. A veces, era un pedazo de ámbar suave y brillante; otras, coronas de flores que había tejido con esmero.

          Por fin, Aitala quedó encinta y su felicidad fue completa. Hicieron tantos planes para su hijo, prepararon tantas cosas durante los meses que duró el embarazo. El niño que dio a luz era tan hermoso…

          Cuando Mucio lo tomó en sus brazos, sintió un orgullo desbordante, hasta que vio las dos pequeñas branquias que tenía el niño a cada lado del cuello.

          Entonces comprendió que su esposa le había traicionado con uno de los seres que vivían en el mar. Sordo a sus explicaciones, a sus protestas de inocencia, la obligó a abandonar el castillo con su bebé.

          Desde la ventana de la torre, Mucio vio cómo se alejaba por la playa, sintiendo que su corazón se rompía en mil pedazos, pero no la llamó. Dejó que se marchara y las huellas que quedaron marcadas en la arena fueron su permanente recuerdo.

          A partir de ese día, las olas azotaron el castillo con furia y la arena comenzó a cubrir sus muros poco a poco.

          Por las noches Mucio recorría los largos pasillos del castillo que parecían vacíos, silenciosos y cada mañana, miraba al mar y dentro de él luchaban con encono el amor y el orgullo y parecía que siempre acababa por ganar éste último. Pero un día, apareció en su puerta una criatura del mar. Su piel brillaba como la plata y sus cabellos estaban adornados con pequeñas caracolas y estrellas de mar.

          - Tu esposa no te ha traicionado - le dijo el tritón. - ¿Acaso no habéis rogado a los dioses del mar que os concedieran un hijo? ¿No les habéis hecho ofrendas por este motivo?

          Mucio le miró sin responder.

          - Y cuando os conceden el regalo que tanto deseabais, tú lo desprecias - continuó el enviado del mar.

          - Mi esposa consiguió el hijo que deseaba a costa de mi honor.

          - Eso no es verdad. Tu esposa no ha hecho nada reprobable, solamente se unió al mar para darte lo que tanto querías.

          Mucio pensó en ellos durante tres noches sentado junto a la chimenea cuyo fuego no lograba templar el intenso frío de la estancia y recordó lo diferente que era esa sala cuando Aitala se sentaba allí para tejer el hermoso tapiz del unicornio que ahora colgaba de la pared. Su esposa poseía una calidez  capaz de iluminar hasta los rincones más lóbregos del castillo y su hijo era igual que ella.  Y por fin, cuando amaneció por cuarta vez, salió del castillo y siguió las huellas que continuaban impresas en la arena, alejándose poco a poco de la barbacana.  Éstas le condujeron hasta una cueva que se abría en el acantilado y allí encontró a su esposa y a su hijo.

          Aitala, antes tan hermosa, estaba pálida y manchas moradas bordeaban sus ojos. Sus cabellos, antaño del color de la madera de roble, tenían ahora un tono verduzco por las algas que crecían entre ellos. El niño, en cambio, seguía siendo hermoso y estaba limpio y sano.
          Mucio, sin poder ya contenerse, se arrojó a los pies de su esposa suplicándole perdón y esperando sus reproches. Pero Aitala no dijo nada, sólo sonrió y le acarició los negros cabellos. Finalmente, susurró:

          - No digas nada. Coge a tu hijo en brazos y volvamos a casa.

          Al llegar junto al castillo de altas torres, las olas se agitaron lamiendo, por última vez, sus muros y arrastrando con ellas la arena que amenazaba con enterrarlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario