El domingo por la mañana, El Retiro bulle de actividad. Bajo los
cálidos rayos del sol de Abril, multitud de personas pasean junto al estanque,
mirando con curiosidad a los adivinos, sentados frente a pequeñas mesas y con
las cartas extendidas, aguardando a los clientes que deseen conocer su
porvenir.
Un poco más allá,
algunos paseantes se paran en corrillos para contemplar a los tragafuegos que
lanzan llamaradas al aire y a los zancudos que giran vertiginosamente sobre los
altos zancos. Otros, se dirigen al estanque para dar de comer a las enormes carpas
que nadan cerca de la superficie de las aguas verdosas. Y unos pocos padres
cogen a sus hijos en brazos para acercarlos a los mimos, de caras blancas, que
permanecen inmóviles durante horas.
Los niños sobre
patines, sortean a la gente a toda velocidad y los perros juegan a perseguirse
o corren tras las ardillas, ladrando alegremente.
Un joven de
camiseta gris, parece dormir reclinado en un banco, mientras una paloma picotea
uno de los deshilachados cordones de sus deportivas.
El día transcurre
lentamente y los rayos del sol, al declinar, tiñen de rojo las aguas del
estanque y alargan las sombras de los árboles. Poco a poco, El Retiro va
quedándose vacío y, con las últimas luces del día, los rezagados, casi todos
dueños de perros, llaman a sus mascotas para regresar a casa. Sólo el joven de
la camiseta gris, continúa inmóvil en el banco, dejándose engullir por la
oscuridad.
La luna aparece en
el negro cielo y su luz baña la estatua del Ángel Caído que lentamente,
comienza a moverse, endereza las alas retorcidas y se despereza con fruición.
Luego, salta al suelo desde su pedestal y despliega las alas, agitándolas con
rapidez.
El ángel camina
hasta la figura dormida y se sienta a su lado.
- ¿Otra vez aquí,
Gabriel?
El muchacho abre
los ojos y los clava en Luzbel.
- ¿Y dónde quieres
que esté? - responde con cansancio -. No tengo otro sitio donde ir, ya lo
sabes.
- Sí, lo sé. Día
tras día vienes aquí y cada vez, yo te digo que tienes que hacer algo, intentar
cambiar esta vida que llevas, pero tú no me haces caso.
- Piensas que eso
es fácil, ¿verdad? ¿Crees que no lo he intentado? -. El joven le vuelve la
espalda, pero al momento se gira de nuevo con brusquedad -. No sé porqué
quieres ayudarme… precisamente tú.
El ángel sonríe y
los rayos de la luna acarician su rostro perfecto.
- Crees que soy el
diablo. Pero, mírame, aún soy hermoso, sigo siendo Luzbel, el ángel caído por
su soberbia… todavía no me he corrompido.
- Quizá sea verdad
que quieres ayudarme, pero no sé cómo conseguirás hacerlo - dice el joven
moviendo la cabeza con tristeza.
- ¿No sabes que el
hombre es capaz de conseguirlo todo si pone empeño en ello?
- Pero ¿cómo voy a
hacerlo? No tengo trabajo ni familia. No tengo amigos, nadie se preocupa por
mí, nadie me da una oportunidad por pequeña que sea - grita Gabriel con
desesperación.
- Tranquilízate -
le dice con calma el ángel, apoyando su mano sobre la del muchacho -. Ven
conmigo.
Luzbel se levanta y
tomando al joven en sus brazos, alza el vuelo. Cada vez ascienden más y más,
hasta dejar atrás los árboles del parque.
- ¿Adónde vamos? -
grita Gabriel aterrorizado.
- No tengas miedo -
sonríe el ángel -, quiero mostrarte algo.
Vuelan por encima
de Madrid, rozando los tejados de los edificios más altos y ocultándose de las
miradas de las personas que aún permanecen despiertas, hasta que Luzbel ve una
destartalada camioneta llena de cartones y desciende.
- Mira, se pasan la
noche recorriendo Madrid en busca de cartones que luego venderán. ¿Crees que
alguien les ha dado una oportunidad?
Luzbel se aleja y
continua volando hasta encontrar otro camión, éste cargado de carbón. Cuatro
hombres, cubiertos con capuchones y manchados de negro, cargan sobre sus
espaldas espuertas, llenas de carbón, que dejan caer en el fondo del camión.
Llega el buen tiempo y hay que desalojar los sótanos hasta el invierno.
- ¿Qué te parece?
Pocos de ellos llegan a jubilarse en este trabajo tan duro. Pero aún así, no se
rinden, continúan trabajando para salir adelante… aunque nadie les ayude.
El ángel lleva,
entonces, a Gabriel a una azotea y le deja suavemente en el suelo.
- Podría enseñarte
a muchas más personas que tienen que luchar duramente para sobrevivir. A
agricultores que trabajan con ahínco para superar las inclemencias del tiempo,
las sequías o las inundaciones, las plagas, la tierra que cada vez se vuelve
más yerma… A pescadores que afrontan, con valentía, la fuerza irresistible del
mar, para llenar sus redes de plateados peces. A bomberos que ponen en peligro
sus vidas, enfrentándose al fuego, para salvar a otros…
Luzbel mira al
muchacho durante un momento y luego continúa:
- Pero eso ya lo
sabes ¿verdad?
- Sí - dice Gabriel
en voz baja.
- Entonces, crees
que eres alguien especial, alguien que merece que le den una oportunidad.
¿Necesitas que te allanen el camino para comenzar a esforzarte? ¿Es eso?
- ¡No! - exclama el
joven -. Es sólo que no sé por donde empezar. Llevo tanto tiempo paralizado,
sin nada que hacer, que parece que ya no tengo energía ni impulso para intentar
algo, por ínfimo que sea.
- Lo entiendo.
Cuanto más tiempo dejas pasar sin hacer nada, más te repliegas en ti mismo y
menos fuerzas tienes para dar el primer paso.
El ángel apoya la
mano en el hombro del joven y le mira apenado, comprendiendo al fin.
- ¿Qué puedo hacer?
Dímelo tú - susurra Gabriel mientras unas lágrimas comienzan a deslizarse por
sus mejillas.
- No, yo no puedo
hacer nada. Depende de ti el que encuentres la fuerza necesaria para emprender
una acción, la que sea. Y luego, todo resultará mucho más sencillo.
Gabriel mueve la
cabeza desolado y se acerca al borde de la azotea para contemplar las luces de
la ciudad. Está dividido entre el deseo de escapar de las garras que lo
mantienen petrificado y el miedo a enfrentarse con algo desconocido, algo que
lo ate a unas obligaciones y responsabilidades que quizá no desee.
Luzbel, mientras
tanto, lo observa con paciencia, sin decir nada, esperando que llegue a su fin
la contienda que mantiene el joven consigo mismo. Desea con toda su alma que
ésta se resuelva para bien y que Gabriel pueda al fin, dar un giro completo a
su vida. Pero si no es así, él no podrá hacer nada porque, al fin y al cabo,
sólo es una estatua que, con los primeros rayos del sol, volverá a
inmovilizarse en frío metal.
De pronto, unos
gritos atraen su atención y los dos se asoman a mirar a la calle. Dos jóvenes
atacan a otro que no puede defenderse pues le falta una pierna y no se sostiene
sin las muletas.
- ¡Bájame! - grita
Gabriel indignado por lo que sucede en la calle.
Luzbel desciende
con él en una zona en sombras y Gabriel se abalanza sobre los dos jóvenes que
maltratan a su víctima indefensa. Les golpea con fuerza, luchando con tanta
rabia que en seguida consigue ahuyentarlos. Luego recoge las muletas tiradas en
el suelo y se acerca al joven inválido para ayudarlo a levantarse.
- No sé como
agradecerte…
- No tiene
importancia - le corta Gabriel entregándole las muletas.
- Pero es que es
raro que, en estos tiempos, alguien se atreva a intervenir en una situación
así.
- Sí, y la verdad
es que yo mismo estoy sorprendido. Jamás pensé que haría algo como esto, pero
cuando he visto lo que estaba pasando, me he sentido invadido por una furia que
nunca antes había sentido.
- Bueno, supongo
que uno nunca sabe como va a reaccionar ni de lo que es capaz. Pero me alegro
de que lo hayas descubierto hoy. Me llamo Rafael.
- Y yo Gabriel.
- ¡Vaya! Los dos
tenemos nombres de ángeles - ríe Rafael -. Será que estábamos destinados a
conocernos.
- Tal vez - sonríe
a su vez Gabriel -. ¿Quieres que te acompañe a casa?
- Pues la verdad es
que me harías un favor. Todavía no me he acostumbrado a manejar las muletas.
Gabriel mira
involuntariamente el muñón y luego desvía con rapidez la vista.
- Fue un accidente
de moto - dice Rafael con tranquilidad -. Ya no me importa que me miren, no te
preocupes.
Gabriel asiente sin
decir nada y se coloca a su lado para ayudarlo si es necesario.
- ¿De verdad no te
importa? A lo mejor estás deseando llegar a casa.
- No puedo decir
que tenga una casa fija - dice Gabriel en voz baja y mira hacia las sombras,
donde Luzbel permanece oculto.
- ¿Quieres decir
que no tienes donde vivir? - le pregunta Rafael con asombro.
- Sí, eso es.
Rafael permanece
pensativo unos instantes y luego sonríe.
- Te propongo un
trato. Yo necesito a alguien que me ayude a hacer algunas cosas que ahora me
resultan muy difíciles. Puedes venir a vivir conmigo y facilitármelas, además
te pagaré un pequeño sueldo - Rafael le mira expectante -. Ya había empezado a
buscar a alguien y tú me pareces la persona perfecta. ¿Qué opinas?
Gabriel se queda
sin habla unos segundos pero en seguida esboza una amplia sonrisa.
- ¿Que qué opino?
Pues que acepto el trato.
- ¡Estupendo!
Rafael comienza a
caminar de nuevo y Gabriel lo acompaña, pero vuelve la cabeza y le sonríe a
Luzbel.
El ángel también
sonríe y levanta la mano, en gesto de despedida, antes de desplegar las alas y
alzarse en el cielo que comienza a clarear. Debe darse prisa para estar en su
pedestal antes de que el primer rayo de sol ilumine la ciudad, pero se siente
feliz porque, por fin, Gabriel ha dado el primer paso que le llevará hacia
delante, Luzbel está seguro de ello.
Cuando llega a su
lugar, el sol comienza asomarse por encima de los edificios y el ángel se
encoge, al sentir su ardiente contacto, mientras la carne se transforma, poco a
poco, en duro metal y los ojos, que contemplan maravillados el esplendor rojo
del amanecer, se velan y se vuelven opacos.
Un nuevo día da
comienzo en Madrid. Pronto, el ruido del tráfico ensordecerá los oídos y
acallará el trino de los pájaros y la nube de humo envolverá a la ciudad,
convirtiendo el azul del cielo en descolorido gris.
Pero en un reducido
espacio verde, las hojas de los árboles murmuran al ser agitadas por la brisa,
las ardillas corretean de rama en rama, los pájaros compiten con sus cantos y
los peces se deslizan plácidamente en las oscuras aguas del estanque de El
Retiro.
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