viernes, 17 de agosto de 2012

EL DESEO DE DARIM



Caía la noche sobre la pequeña aldea a orillas del Nilo y las luces de las casas de adobe se iban encendiendo. Darim, sentado en el poyete de la ventana de su casa, miraba las estrellas que comenzaban a titilar en el firmamento e imaginaba figuras de animales y seres fantásticos dibujadas en las constelaciones. Hacía mucho calor, a pesar de ser tan tarde, y apoyó la cara contra la pared intentando encontrar algo de frescor pero el muro estaba tan caliente como sus mejillas.

            De pronto se levantó y fue a la cocina donde su madre preparaba la cena, canturreando una coplilla de amor.

            - Mamá, ¿cómo es la nieve?

            Su madre alzó la vista sorprendida y luego sonrió limpiándose el sudor con la manga.

            - La nieve, hijo mío, es más blanca que la nata y tan fría que los dedos se vuelven azules nada más tocarla.

            - ¿Dónde podría encontrarla, mamá?

            - Eso no lo sé, hijo. Pregúntale a tu padre.

            Darim se acercó a su padre que dormitaba reclinado en un diván y se sentó a su lado.

            - Papá, quiero ver la nieve - le tiró de la manga.

            Su padre entreabrió los ojos y alzó una ceja.

            - ¿Qué has dicho? - farfulló en medio de un bostezo.

            - Que quiero ver la nieve - insistió su hijo que no estaba dispuesto a permitir que se durmiera de nuevo.

            Akim se estiró y apoyó su brazo en los hombros de Darim sonriendo.

            - He navegado a lo largo del Nilo en mi faluca, pero sólo he visto lotos,  hipopótamos y cocodrilos. No podría conseguir ni siquiera un puñado de nieve- enarcó las cejas burlonamente -. Lo más parecido que podría encontrar sería un saco de sal.

            Darim movió la cabeza desilusionado y se fue a la cocina a ayudar a su madre con la cena.

            Al día siguiente, se levantó temprano; estaba decidido a encontrar nieve. Deseaba más que nada en el mundo cogerla en sus manos, admirar su blancura y sentir su frío. Rápidamente caminó hasta la casa de Abdul, el viejo comerciante que había viajado más allá de Memfis.

            - ¿Sabes dónde puedo encontrar nieve?

            El anciano frunció el ceño pensativo y se rascó la nariz con su dedo largo y huesudo.

            - He viajado hasta el delta del Nilo, he atravesado el desierto hasta el oasis de Dakhla y en una ocasión visité Alejandría, pero nunca he visto la nieve.

            Abdul miró la cara decepcionada del niño y sonrió.

            - Pero, si quieres, puedo contarte mi viaje a Gizeh - empezó a hablar antes de que Darim pudiera responder -. Yo dirigía, en aquel tiempo, una caravana tan larga como el Nilo. En espléndidos dromedarios, altos como pirámides y cubiertos de borlas rojas, verdes y amarillas, transportaba especias, dátiles dulces como la miel, telas preciosas y maderas aromáticas. Por donde fuéramos, causábamos la admiración de todo aquél que se cruzara con nosotros…

            El viejo comerciante continuó hablando y Darim le escuchó fascinado hasta que terminó. Después, el muchacho volvió caminar por las estrechas callejuelas de la aldea, dudando que hubiera alguien allí que pudiera decirle dónde encontrar la nieve, hasta que se acordó de su maestro. Él lo sabría, seguramente había leído cientos de libros.

            - Maestro, ¿dónde puedo ver nieve?

            Ahmed sonrió sorprendido por la pregunta.

            - Los países donde abunda la nieve están lejos de aquí. Pero… veamos, déjame pensar. Quizá pueda haber algo de nieve en la cumbre del monte Sinaí.

            - ¿Podría mirar un mapa, maestro?

            - Por supuesto, si tanto te interesa.

            Buscó un momento en los estantes de madera que cubrían la pared, removiendo libros y papiros y levantando nubes de polvo hasta dar con un viejo mapa arrugado y amarillento. Lo extendió sobre la mesa y señaló el lugar donde estaba situada la aldea y luego donde se alzaba el monte Sinaí.

            - Está bastante lejos - dijo Darim mirando atentamente el mapa.

            - No pensarías ir hasta allí, ¿verdad?

            Darim le dio las gracias sin contestar y se marchó apresuradamente. Claro que pensaba ir allí, para qué se había molestado en averiguar dónde encontrar la nieve si luego no iba a verla.

            Llegó a su casa, cargó en su borriquillo unas alforjas llenas de víveres y dos pellejos de agua y después de dejar una nota para sus padres, se alejó de la aldea con un racimo de dátiles en una mano y con la cuerda del borrico en la otra.

            Caminó todo el día bajo el implacable sol, siguiendo el curso del Nilo en su trayecto hacia el mar. De vez en cuando veía los brillantes cuerpos de los hipopótamos surgir de la aguas, entre los lotos, resoplando y abriendo sus enormes mandíbulas y en una ocasión casi tropezó con un pequeño cocodrilo que descansaba bajo los papiros de la orilla.

            Darim continuó andando a la sombra de las palmeras, los sicomoros y los tamarindos que jalonaban el camino hasta que al anochecer se acomodó bajo un oloroso granado y encendió una pequeña hoguera. Su borriquillo, Trotón, se tumbó a su lado y Darim le dio un poco de avena mientras él comía pan y carne seca; luego se recostó junto al animal para dormir, pero antes de que pudiera cerrar los ojos siquiera, oyó los aterradores aullidos de los chacales y se encogió de miedo. Avivó la hoguera y se acercó más aún a Trotón mirando a su alrededor hasta que se quedó dormido.

            Cuando los rayos del sol acariciaron su cara, Darim abrió los ojos y sonrió. Era la primera vez que había pasado una noche solo lejos de casa y se sintió más mayor, incluso le pareció que era un poco más alto.

            Sonriendo, lleno de confianza en sí mismo, reanudó el camino, parando de vez en cuando para coger los higos, que colgaban al alcance de su mano, en los abarrotados árboles.

            - Ves, Trotón. Ya soy mayor, he pasado la noche solo y no he tenido miedo - habló con su burrito acariciando su morro suave como el terciopelo -. Bueno, sólo un poco.

            Siguió avanzando día tras día; algunas veces veía pasar largas caravanas de dromedarios cargados de mercancías y entonces, recordaba con añoranza las historias que le contaba el viejo Abdul. Y un anochecer, pudo observar cómo un leopardo daba caza a un onagro, pero tuvo que alejarse de allí con rapidez por temor a que el olor de la sangre atrajera a las hienas y a los chacales.

            Por fin, llegó al estrecho de Jubal y convenció a un muchacho para que le cruzara en su barca. Durante la travesía, Darim le contó la razón de su viaje y el muchacho se rió de él; sin embargo, Darim no se ofendió sino que le ofreció dátiles y continuaron bromeando y riendo hasta llegar a su destino.

            Antes de partir, el joven pescador, le prometió volver a buscarle y Darim le saludó con la mano mientras se alejaba empujado por la suave brisa, luego se volvió, decidido a subir a la cumbre del monte Sinaí para ver la nieve.

            Ascendió lentamente por un estrecho sendero, acompañado por su burrito gris; iba pensando en todas las cosas que les contaría a sus padres a su regreso cuando tropezó y resbaló por la pendiente un trecho antes de poderse sujetar a un matorral. El chiquillo intentó izarse pero tenía miedo de soltar la planta y caer por la abrupta ladera.

            - Ven, Trotón, acércate - llamó al animal con voz suave y éste poco a poco se aproximó y Darim pudo agarrar la cuerda que le rodeaba el cuello -. Tira, Trotón, tira.

            El pequeño burro reculó hacia atrás arrastrando al niño hacia arriba hasta que estuvo fuera de peligro.

            - ¡Gracias, Trotón! - se abrazó Darim a su cuello -. Eres el mejor amigo del mundo.

            Cuando se le pasó el susto continuó caminando, sujeto a la cuerda de su borriquillo hasta que llegó a lo más alto del monte Sinaí rodeado por la bruma y, por fin, vio lo que había deseado tanto. La nieve era más blanca de lo que había imaginado nunca. Darim se agachó, tomó un puñado y la modeló con sus dedos morenos sintiendo su frialdad. De pronto, soltó una carcajada y se revolcó en la blanca nieve haciendo bolas y lanzándolas al aire hasta que empezó a tiritar de frío. Entonces, se levantó y llenó una de las alforjas con nieve antes de emprender el descenso, feliz de haber logrado realizar su deseo.

            El viaje de vuelta lo hizo sin ningún tropiezo y una mañana distinguió una alta figura recortándose en el horizonte y, después de un momento, reconoció a su padre.

            - ¡Darim, hijo mío! - le estrechó Akim contra su pecho -. Estábamos muy preocupados por ti. Te he buscado desesperadamente todos estos días, mientras tu madre no dejaba de llorar.

            - Lo siento mucho, papá - le miró su hijo arrepentido de haberles hecho sufrir, pero luego recordó todo lo que había visto y experimentado y sonrió -. Papá, ya soy mayor y podré ayudarte en la faluca.

            Su padre le miró y asintió seriamente.

            - Sí, parece que has crecido en estos días - dijo pasándole el brazo por encima de los hombros -. Anda, vamos a casa para que tu madre deje de llorar de una vez.

            Darim asintió y echó a andar pero, de pronto, recordó la nieve que había guardado en la alforja y quiso enseñársela a su padre. Rebuscó en la bolsa pero sólo halló un poco de humedad en el fondo. Sin embargo, Darim no se entristeció. La nieve era algo mágico, algo demasiado maravilloso para que alguien pudiera poseerla. Así que, el muchacho miró a Trotón con sus profundos ojos negros, cogió con una mano la cuerda que colgaba del cuello del asno y con la otra la de Akim y empezó a caminar de regreso a casa.

             

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