El castillo de
Almonacid se alzaba allá en lo alto del cerro. Zaida levantó la mirada y vio
los cinco torreones, dos de ellos cuadrados y los otros dos de planta circular.
Siguió con la mirada la barbacana que rodeaba, en todo su perímetro, al
castillo y el foso cubierto de rastrojos y por fin se detuvo en la enorme torre
del homenaje que, aislada en el patio de armas, ocupaba el centro de la
fortificación.
El
castillo de Almonacid de Toledo había sido entregado al rey castellano como
parte de la dote por sus esponsales y allí la esperaba ahora su esposo. Zaida
desvió la mirada con ira. No había deseado este matrimonio, había sido
utilizada como una mercancía para conseguir una alianza política. Nunca antes
de la boda había visto a Alfonso, no sabía nada de él. No sabía si era alegre o
serio, irascible o paciente, no conocía sus gustos ni sus aficiones… No le
amaba.
Empezaron
a ascender por la ladera y Zaida volvió a prestar atención a lo que ocurría a
su alrededor. El cortejo que la acompañaba era magnífico, a pesar del polvo del
camino y del cansancio por el largo viaje. Cuarenta guerreros moros, tocados
con turbantes azules y portando escudos y lanzas bañados en oro, la rodeaban.
Iban montados sobre hermosos corceles alazanes, de finas patas y esbeltos
cuellos, enjaezados en oro y plata. Algo más atrás, marchaban veinticinco
muchachas moras vestidas de seda roja, amarilla y verde. Con collares de
obsidiana en torno al cuello y aros de oro colgados de las orejas, escondían su
exquisita belleza tras los velos de tul.
El
rey Alfonso salió al patio para recibir a su reina, se inclinó en una cortés
reverencia y tomó su mano para depositar en ella un delicado beso. Luego la
condujo a sus aposentos, en la tercera planta de la torre del homenaje y Zaida
miró a su alrededor. Se trataba de una habitación confortable cubierta de
alfombras y tapices y con el techo abovedado. El fuego crepitaba alegremente en
la chimenea y la princesa se dirigió hacia él extendiendo las manos.
-
Os amo, Zaida - dijo de pronto el rey que apenas había hablado hasta ese
momento.
Zaida
se volvió ligeramente y clavó sus ojos oscuros en él.
-
Eso no es verdad, mi señor. No podéis amarme. No me conocéis ni sabéis nada de
mí.
El
rey sonrió ligeramente.
-
Tenéis razón. Pero sé que podré amaros.
-
Yo no estoy tan segura de mis sentimientos. Vos elegisteis casaros conmigo pero
yo no tuve otra opción. No sé si alguna vez llegaré a amaros, ni siquiera sé si
quiero intentarlo.
-
No digáis eso, Zaida. Sólo quiero una oportunidad para que me conozcáis y para
que dejéis que yo os conozca a vos.
-
Vos sois mi señor. Vos mandáis y yo obedezco.
El
rey miró a Zaida un momento en silencio, contempló su cabello negro como la
noche y los ojos tan profundos que creyó poder ahogarse en ellos. Luego
respondió con voz casi inaudible.
-
Yo no deseo vuestra obediencia sino vuestro amor.
La
princesa mora le vio alejarse dudando de su sinceridad.
Al
día siguiente, el rey volvió de una cacería trayendo, en una jaula de mimbre,
un jilguero para Zaida. Ésta contempló los colores rojos y amarillos de su
plumaje, escuchó su dulce canto y agradeció a su señor el regalo. Pero pocos
días después, Alfonso vio a su esposa mirando por la aspillera el cielo y con
la jaula vacía en su regazo.
- No os ha gustado mi
regalo.
- Me gustó tanto el
pajarillo que no podía consentir que siguiera prisionero. Me producía gran
placer oírlo cantar pero no quería disfrutar yo, a costa de su sufrimiento. El
jilguero nació para volar libremente, para ser mecido en brazos del viento.
Alfonso la miró
preguntándose si Zaida no se sentiría tan prisionera entre los muros del
castillo como el pájaro en la jaula, pero antes de que pudiera decir algo, su
esposa pareció abstraerse mirando de nuevo el cielo cubierto de algodonosas
nubes.
Por la noche, Zaida
se asomó al balcón y aspiró el dulce olor de la madreselva que trepaba por el
muro del castillo. <<No le amo, no>> pensó, aunque recordaba su
amabilidad, la sonrisa que iluminaba su cara cada vez que la veía, su amor… si
es que de verdad la amaba. Oyó unos pasos a su espalda y se volvió. El rey la
observaba, admirando su cuerpo esbelto y su piel dorada, suave y brillante bajo
la luz de la luna.
- Sois tan hermosa…
Zaida le miró con
furia, los ojos negros brillando con tanta intensidad como las estrellas.
- Me amáis sólo por
mi belleza - le dijo con desprecio.
Su esposo no supo qué
contestar. Creía que se sentiría halagada con sus palabras y sin embargo se
había enfadado como nunca antes lo había hecho.
- Amo el sonido de
vuestra voz, amo la mirada de esos ojos hechiceros… - empezó a decir Alfonso
pero Zaida se alejó de él sin mirar atrás.
A la mañana
siguiente, el rey se acercó a ella en el jardín, arrancó una rosa blanca del
rosal trepador que crecía junto al antemuro de la fortaleza y se la ofreció.
-
Es tan hermosa como vos.
Zaida
la cogió con cuidado para no pincharse con las espinas y la olió.
-
La belleza, como esta flor, se marchita. Yo quiero que me améis por lo que soy.
Por las cosas que me causan placer, por
las que me hacen reír y por las que me hacen llorar.
-
Y por todo eso os amo, mi Zaida - dijo Alfonso acariciando su mejilla con
ternura. Pero ella movió la cabeza sin decir nada más y se alejó.
El
rey organizó fiestas para agasajarla, preparó juegos y banquetes, cacerías y
excursiones. Hizo todo lo posible para lograr que Zaida sonriera, para ver en
sus ojos aunque fuera el más pequeño atisbo de amor por él. Pero la princesa, a
pesar de su gentileza, siempre se mantenía a distancia, proyectando entre los
dos un muro de frialdad que a Alfonso le resultaba imposible franquear.
Y
así fue pasando el tiempo, Zaida paseando entre los olivos y el romero y
Alfonso cazando, montado sobre su caballo tordo. Y cada vez se alejaba más del
castillo, persiguiendo las piezas por terrenos abruptos y desconocidos.
Un
día unos gritos atrajeron a Zaida que dormitaba a la sombra de una coscoja. El
rey había sufrido un accidente durante la cacería y sus compañeros le traían
sobre unas parihuelas. Cuando Zaida le vio con los ojos cerrados, tal vez
muerto… su corazón empezó a latir con violencia. Sin apenas darse cuenta, había
comenzado a amarle y ahora le amaba desesperadamente. <<No puedo
perderle. No ahora que sé que le amo>> pensó retorciéndose las manos
angustiada. Posó su mano fresca en la frente de su esposo y retiró con
delicadeza los cabellos castaños. Luego, acarició suavemente su mejilla y el
rey abrió los ojos pardos, del color de las avellanas, y la miró. Ella
entonces, le besó dulcemente en los labios y le susurró al oído palabras de
amor. Alfonso sonrió lleno de alborozo y la apretó contra sí, sabiendo que por
fin, Zaida era completamente suya. Y así fueron felices durante mucho, mucho
tiempo.
Y
los años pasaron y también los siglos… Y ese castillo que se alzaba orgulloso
sobre el altozano, testigo de los amores de la princesa mora y el rey
cristiano, yace ahora en ruinas, desmoronándose poco a poco, solitario y
olvidado por todos.
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